MacArthur Park: El bazar de medicinas clandestinas (Parte I & II)
Publicado en el periódico Hoy Los Ángeles el 20 y el 27 de junio de 2014
Por Aitana Vargas
PRIMERA PARTE
Los antibióticos se venden sueltos y sin prescripción médica
Una ráfaga de calor impropia de la primavera angelina sorprende a los transeúntes que caminan al mediodía por las calles aledañas a MacArthur Park. El calor sofocante, sin embargo, no impide que los indigentes se tumben sobre el césped del parque mientras un abultado grupo de gaviotas revolotea alrededor de la fuente central. En un recodo del parque, un anciano a quien le faltan varios dientes mitiga la sed con un refresco.
“Vaya allá donde está la cometa Blanca. Allá les pueden dar razón”, dice. “Ahí donde pone la Botica del Pueblo, ahí venden medicinas, enfrente”.
Con estas palabras, este señor de acento centroamericano, indica adónde acudir para obtener antibióticos.
Desde el parque se observa sobre el horizonte un cartel de ‘Los Angeles Medical Center’, un edificio situado justo detrás de la popular tienda de ‘99 cents’ localizada entre las calles Wilshire y Alvarado. A unos cien metros de este comercio, la calle Alvarado se cruza con la Sexta. Y justo en esta esquina, se alza un complejo de tiendas denominado ‘Grande Mall’ en cuya tercera planta se alquilan viviendas.
Sobre la acera de la calle Alvarado el ajetreo es constante – los tenderetes y puestos ambulantes se suceden uno detrás de otro. Un señor vende donuts mientras una mujer latina reparte panfletos que ofertan tratamientos dentales en una clínica de la zona. En medio del trajín se escucha el murmullo de unas madres que, de vez en cuando, se ve interrumpido por el llanto de unos niños. Junto a los pequeños se alza un puesto donde venden objetos bañados en oro. Y frente a éste, se encuentra la parada del autobús desde donde se observa en letras grandes el nombre de un comercio llamado ‘Bonito Swap Meet’.
En el escaparate de este establecimiento hay una selección de medicamentos a la venta que incluyen vermox 500mg y mebendazol tabletas 500mg (ambos recetados para eliminar parásitos intestinales como la tenia); terramicina ungüento oftálmico 5g (un antibiótico prescrito para infecciones oculares); y gentamicina en crema 30g (un antibiótico antiinflamatorio que también requiere receta médica). Los envases médicos se camuflan entre otros productos como barmicil 30g, botes de complejos vitamínicos, emulsiones, cremas hidratantes para la piel y perfumes. La señora que atiende a los clientes sella su última venta y rápidamente atiende al siguiente comprador.
“Vengo buscando antibióticos. ¿Qué tiene?”
“Tengo sudagrip. ¿Es para usted?”, pregunta la tendera.
“En realidad es para un niño…está con gripe…”, contesta la clienta.
“Si buscas algo para niño entonces tengo este producto”, asegura mientras su dedo apunta hacia un envase con el nombre de bisolvon. La comerciante, que carece de formación médica o farmacéutica, se atreve incluso a preguntar a la clienta sobre la sintomatología del niño con el fin de recetar el medicamento que ella considera más adecuado.
“¿Qué le pasa al niño? Porque si tiene tos, el bisolvon tiene antibiótico” y además “lo traen de México”, añade en tono aclaratorio.
La comerciante trata de convencer a la clienta para que pague $20 dólares por este jarabe antitusivo que, en realidad, ni necesita receta médica ni contiene antibiótico y cuyo precio real está muy por debajo de esos $20 que solicita. La tendera, al percibir duda en la clienta, ofrece una vez más sudagrip, un medicamento indicado para el alivio del catarro, resfriado y gripe, disponible únicamente en El Salvador, Honduras y Panamá. Contradiciendo las indicaciones de la comerciante, este producto no es un antibiótico y, por lo tanto, no combate las infecciones bacterianas.
Unos metros más abajo y pasando un tenderete de frutas y mamey, una señora con un puesto ambulante en mitad de la acera asegura que vende antibióticos. En unos recipientes de plástico rectangulares muestra a la vista de los transeúntes medicamentos que requieren una prescripción médica para su venta al público. La señora no vende las cajas completas de antibióticos sino las pastillas en series de diez. En el recipiente hay diversas medicinas como la tetraciclina (10 pastillas por $5,); la amoxicilina (un antibiótico sintético derivado de la penicilina que cuesta $5 por cada 10 pastillas); ungüento de penicilina en unos envases circulares de color amarillo; y el potente cloranfenicol, cuyo uso está estrictamente regulado y limitado en algunos países debido a las graves reacciones adversas que provoca.
Impreso en unas tiras alargadas de color gris metálico destaca un nombre: penicilina. Un señor interesado le pregunta a la vendedora “¿cuánto cuesta?”
“Esa es $10”, contesta ella.
“Le doy $8”, responde él regateando.
“Llévatelo”, dice la vendedora rematando la transacción.
El comprador acaba de adquirir 10 pastillas de penicilina de 100.000 unidades que, según asegura la vendedora, caducan en el año 2016. La señora, sin embargo, no muestra la caja de cartón donde viene impresa la fecha de caducidad, no entrega ninguna indicación para su uso, y tampoco alerta al señor de las contraindicaciones o efectos secundarios que este antibiótico puede generar por ingerir cantidades superiores a las toleradas o por reacciones alérgicas, cuyas consecuencias pueden ser mortales
Este mercado negro y bazar de antibióticos se extiende a lo largo de la calle Alvarado desde la Sexta hasta la Clínica Fátima situada en la calle Octava, mezclándose con otros puestos improvisados de vendedores ambulantes que ofrecen perritos calientes, churros, pupusas y tamales. Frente a la tienda de ‘99 cents’, un señor de unos 60 años vende simultáneamente camarones y complejos vitamínicos, antiinflamatorios, aspirinas y otros productos médicos. Semioculta la mercancía en una bolsa de plástico negra – como muchos otros tenderos. La pericia de estos avispados vendedores es innegable. Si alguien da la voz de alerta, con un gesto rápido y sencillo, cierran la bolsa y son capaces de burlar a la policía.
SEGUNDA PARTE
Automedicarse puede agravar una enfermedad
El día de su sepultura, el cuerpo menudo y delicado de Selene Segura yacía en el interior de una urna fúnebre mientras un manantial de lágrimas emanaba de los ojos de sus padres. La pequeña murió en febrero de 1999, a los 18 meses de edad, tras recibir una inyección ilegal de penicilina en el cuarto trasero de una tienda de artículos de regalo en Tustin, adonde sus padres la habían llevado porque carecían de seguro médico. En aquella ‘clínica improvisada’ situada detrás de pasillos de juguetes, bolsos y objetos decorativos, se examinaba a los pacientes, se ponían inyecciones y se realizaban diversos tratamientos médicos de forma ilegal.
Semanas después del fallecimiento del bebé, las autoridades confirmaron que la enfermedad –y no la inyección– fue la causa de la muerte. Aún así, la desgracia ya había desatado la voz de alarma sobre la compra-venta clandestina de medicamentos que tiene lugar en distintos mercadillos, tenderetes y comercios dentro y fuera del Condado de Los Ángeles.
Pero en el ajetreo incesante de la calle Alvarado, cerca del centro de Los Ángeles, la tradición socio-cultural de vender medicinas continúa quince años después de este incidente.
“Cuando paso por esa zona, siento que se han traído El Salvador y lo han plantado aquí”, comenta Xenia Menjívar, una salvadoreña que lleva años viviendo en Estados Unidos y que está acostumbrada a presenciar escenas similares en su país natal.
“En El Salvador, por cada laboratorio legal, hay uno clandestino. Y si no tienes dinero, te vas al centro y compras el medicamento por menos, por la mitad”, explica esta joven mientras añade que las medicinas que plagan el mercado negro salvadoreño “no tienen copyright, muchas son imitaciones. En mi país hay muchos productos adulterados, incluyendo el alcohol”.
Según estimaciones de la Organización Mundial de la Salud (WHO en inglés), menos del 1% de los medicamentos disponibles en el mercado clandestino en países desarrollados son falsificaciones. Pero dichas cifras serían superiores en naciones del tercer mundo como El Salvador, México o el continente africano.
El Consejo Californiano de Farmacia advierte que los medicamentos falsificados obtenidos en el mercado negro “pueden contener sustancias químicas peligrosas y tóxicas, carecer de los ingredientes apropiados o no los suficientes. Y esto puede agravar una enfermedad”.
Que un individuo consuma a su antojo y criterio productos médicos procedentes de la calle y que podrían estar caducados o alterados conlleva graves riesgos para la salud. En este sentido, los medicamentos más populares en el mercado negro (y que requieren prescripción de un especialista) son los que contienen hydrocodone, un narcótico para calmar el dolor y que, ingerido en cantidades inadecuadas, puede provocar adicción, sobredosis o la muerte. El cloranfenicol es otro de los antibióticos potentes cuyo uso médico está estrictamente regulado por las autoridades debido a los efectos adversos que causa y que, sin embargo, está disponible por $5 en puestos ambulantes de MacArthur Park.
Pero además, el Consejo Californiano de Farmacia recalca que “la venta de medicamentos comprados en países extranjeros no está permitida en Estados Unidos”. De hecho, las autoridades sanitarias federales ni siquiera permiten la entrada a territorio anglosajón de medicinas para uso personal procedentes de otros países o adquiridas en internet. Todos los medicamentos que se distribuyen en Estados Unidos deben ser producidos y aprobados en territorio nacional, y deben ser recetados por personal médico cualificado y autorizado por cada estado.
Según el Consejo Californiano de Farmacia, en el estado dorado sólo los “médicos, farmacias y farmacéuticos certificados” por dicha agencia pueden distribuir medicamentos, previa presentación de una prescripción.
Infringir esta ley –como ocurre en los comercios y puestos ambulantes que venden antibióticos y otros medicamentos a lo largo de la calle Alvarado–, acarrea penas económicas y de cárcel que varían en función de diversos factores. El organismo encargado de vigilar y garantizar el cumplimiento de esta normativa es la Agencia de Medicamentos y Alimentos (FDA) estadounidense, cuya Oficina de Investigaciones Criminales (OCI) colabora con el Departamento de Justicia y las autoridades locales para identificar y perseguir a los vendedores ilegales y fraudulentos que copan el mercado negro.
Sin embargo, la misma agencia federal aclara que “para poder garantizar que sólo los medicamentos seguros y efectivos estén disponibles en el mercado, la FDA depende de la denuncia voluntaria de presuntos medicamentos falsos a través del consumidor, personal sanitario y otros distribuidores de medicamentos”.
Quizá el mayor obstáculo para prevenir y combatir la arraigada costumbre de la automedicación clandestina en Los Ángeles es el vacío informativo que evidencian algunos sectores de la población.
“La gente que hay en MacArthur Park…los hombres son obreros, fontaneros y jardineros sin estudios. Las mujeres venden verduras y ropa. Esas personas se han venido de la zona más pobre del interior de mi país y no han podido terminar la educación básica”, señala Menjívar.
De igual manera, algunas familias e individuos recurren al mercado negro por falta de recursos económicos y de un seguro médico que permita acceso a la atención sanitaria profesional.
Sin embargo, programas como ‘Medi-Cal’ o ‘Healthy Families’ ofrecen tratamiento médico a familias de bajos recursos que se encuentren en el país de forma legal y que residan en California. También los inmigrantes indocumentados que vivan en el estado dorado pueden recibir ayuda a través de ‘Restricted Medi-Cal’, un programa que cubre atención de urgencia, diálisis renal, residencia de ancianos, servicios para mujeres embarazadas y tratamientos para cáncer de seno y cuello de útero.
A pesar de las consecuencias legales y de los graves riesgos a la salud que conlleva el consumo no recetado de medicamentos clandestinos, ni las autoridades han logrado ponerle freno, ni los consumidores optan por otras opciones más benévolas para su salud.