La tragedia de las murallas
Por Aitana Vargas
14 de abril de 2012
“If reason ruled the world, would history even exist?” – Ryszard Kapuściński
El cruce de Bornholmer Strasse fue el primero aquella noche en ser abierto al paso de transeúntes. Esta vía de acceso que comunicaba el este con el oeste de Berlín era entonces la intersección más protegida del mundo. Pero aquella fría noche de noviembre de 1989, los guardias fronterizos, presionados por miles de personas que pedían a gritos cruzar a Alemania occidental, cedieron ante el clamor popular. Una marea humana de berlineses comenzó a inundar las calles del oeste de la ciudad empujados por el deseo de libertad que durante casi tres décadas les habían negado: Por fin lograban entrar por su propio pie a la zona prohibida del país y reunirse con sus seres queridos.
A lo largo de los más de 165 kilómetros de muro que separaban las dos Alemanias, se iban agolpando ciudadanos alentados por las noticias difundidas en los medios de comunicación germanos sobre la inminente apertura de los pasos fronterizos. En el tramo del muro situado frente a la Puerta de Bradenburg se vivían escenas memorables. Desde la zona occidental, berlineses eufóricos iban saltando uno a uno la muralla de cuatro metros que se elevaba ante ellos, e invadiendo la Plaza Pariser. De nada servían los gritos de calma y cautela de los guardias fronterizos. La caída del muro de separación era, para la sociedad alemana, una realidad irremediable.

Embriagados por la emoción, algunos berlineses derrumban con sus propias manos el muro que por décadas los separó.
El entusiasmo popular se contagió rápidamente por todas las ciudades fronterizas. Algunos berlineses, embriagados por la emoción y presas del júbilo colectivo, comenzaron a derrumbar el muro con sus propias manos ante la mirada atónita de los efectivos de seguridad. La confusión y el caos provocaron que algunos soldados que custodiaban la muralla desde territorio occidental reprobaran con firmeza la actitud de los más osados, obligándolos a recolocar las piezas de hormigón arrancadas del muro. Ya no había, sin embargo, marcha atrás. El fin había llegado.
En la zona este de la ciudad, los soldados habían sustituido los rifles por martillos, y en vez de custodiar el paredón, se subían sobre él y empezaban a demolerlo a golpes. Desde las más de trescientas torres de vigilancia situadas a lo largo del muro, guardias armados observaban cómo las grúas destruían los densos bloques de cemento. La muralla iba cayendo en presencia de miles de berlineses que gritaban y animaban a los soldados a aniquilar el símbolo de división que había estigmatizado al pueblo germano durante décadas. De pronto se escuchó un estallido de voces que entonaba al unísono el tema “Life is Life,” del fallecido vocalista de Queen – la señal indiscutible de que la ciudad de Berlín volvía a vibrar de entusiasmo y a recobrar la esperanza en un futuro que hasta esa noche se le había negado. Los colores amarillo, rojo y negro de la bandera germana volvían a vestir las calles de Alemania – un país unido de nuevo bajo una misma bandera. Una sola nación; un solo latido.
El “muro de la vergüenza,” como en su día fue bautizado por el ex alcalde de Berlín occidental Willy Brandt y por la opinión pública, quedó reducido a un montón de escombros. Segmentos enteros fueron convertidos en piezas de museo. Muchos berlineses aprovecharon la ocasión para llevarse a casa un pedazo de hormigón en recuerdo a la caída de un símbolo de división política, geográfica y económica en Europa y en el mundo entero. Entre los añicos, los bloques de cemento y el polvo quedaron atrapados los testimonios de cientos de personas que murieron tratando de escapar del régimen de intimidación y terror impuesto por las autoridades socialistas de la República Democrática Alemana, que justificaron el alzamiento de la barrera de seguridad como una imposición necesaria para contener la amenaza fascista en la zona Este del fragmentado país.
La caída del Muro de Berlín supuso la caída del último bastión del comunismo en Europa. Se acababa así la Guerra Fría. Y se acababa también el sufrimiento, la angustia y el miedo de un pueblo que pedía a gritos ser liberado de la injusticia que le fue impuesta por la feroz lucha entre dos monstruos ideológicos – el Comunismo y el Capitalismo – que deshilaron bruscamente el tejido social europeo. La noche del 9 de noviembre de 1989 quedó tatuada en la memoria colectiva del pueblo alemán como el verdadero final de la segunda guerra mundial – un momento que llegaba 44 años después del cese de los bombardeos.
Y si casi tres décadas se necesitaron para derribar la barrera física que separaba las dos Alemanias, se requerirá mucho más tiempo para suturar las profundas fisuras socio-culturales y el “muro psicológico” construido entre la Alemania Oriental y la Occidental. Todavía hoy, los fantasmas del pasado persiguen a la sociedad de la unificada Alemania. Pero también le persiguen al resto del mundo. Como si fuera una maldición destinada a repetirse una y otra vez, de aquel momento memorable de la caída del Muro de Berlín y de las décadas de sufrimiento que le precedieron, parece que no se aprendió nada. Un símbolo que relata la “liberación” de un pueblo, y también su “tragedia,” se ha convertido en un ejemplo a seguir por otras sociedades. Y es que, si alguna lección aprendemos de la historia de la humanidad, es que no aprendemos nada de ella.
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La polémica barrera israelí ha dejado a un gran número de palestinos sin acceso a sus campos de cultivo. Foto: Aitana Vargas
Como cada mañana, Manal Mustafa Ahmad a-Daqa camina hacia la valla metálica que la separa de sus tierras de cultivo. Con gran pesar e impotencia, esta viuda de 44 años contempla desde el poblado palestino de Zeita, cómo sus olivos y almendros, situados en tierras israelíes, van secándose sin que nada pueda hacer para evitarlo. Lleva varios meses sin poder arar sus tierras. Las autoridades hebreas le impiden acceder al otro lado de la llamada barrera de seguridad sin un permiso especial, que sólo puede ser expedido por éstas.
La pesadilla para Manal y su esposo comenzó en junio de 2002, dos años después de la segunda Intifada palestina y de la ola de ataques terroristas perpetrados por radicales islamistas dentro de Israel que derivó en la muerte de más de trescientos israelíes y miles de heridos. Aquel verano, las autoridades hebreas iniciaron la construcción de una ‘barrera de seguridad’ entre Israel y Cisjordania para frenar la violencia y controlar la entrada de residentes palestinos al estado judío.
Para levantar la polémica cerca, el gobierno hebreo trazó una línea divisoria – siguiendo su criterio e intereses nacionales – y procedió a la expropiación de tierra palestina en varios tramos de dicha línea. La familia Mustafa fue una de las muchas afectadas: perdió 1.7 acres de tierra de cultivo. Los 5.18 acres restantes quedaron al otro lado de la valla. Para acceder a sus campos, esta pareja de agricultores solicitó permisos que, en primera instancia, le fueron otorgados sin problemas. Sin embargo, la situación dio un giro de 180 grados con el fallecimiento del marido de Manal en el año 2005.
Ya sin la ayuda de su esposo, Manal tuvo que recurrir a la contratación de agricultores que le ayudaran a arar la tierra. Solicitó permisos para ella y para sus empleados. Los asistentes recibieron licencias temporales que debían ser renovadas cada pocos meses. Ella obtuvo una licencia de dos años de duración que caducó en diciembre de 2008. Fue entonces cuando, para expedir un nuevo permiso, las autoridades hebreas exigieron el certificado de defunción del esposo de Manal, el título de propiedad de los campos de cultivo, una copia del certificado de inscripción en el registro de la propiedad, el testamento y hasta el certificado de defunción del suegro de Manal, fallecido en 1964; Todo para verificar que esta familia palestina – y no una israelí – era la propietaria de unas tierras que habían visto crecer a varias generaciones de palestinos y árabes.
Durante los diez meses que las autoridades hebreas tardaron en realizar las averiguaciones pertinentes, Manal no obtuvo ningún permiso. La Cruz Roja Internacional intervino. Pero de poco sirvió. Los campos se habían echado a perder. Manal ya no contaba con ayudantes para trabajar la tierra. Y ella sólo poseía un permiso con un mes de validez para acceder al otro lado de la valla. Así continúa su tragedia hasta el día de hoy: de permiso en permiso, y contemplando desde tierras palestinas cómo sus árboles, con hermosas flores un día, ahora se marchitan sin remedio.
Las restricciones afectan por igual a todos los agricultores palestinos con tierras al otro lado de la cerca. Por sexta temporada consecutiva, Elias Judah Anton Mariyyeh tampoco podrá recoger la cosecha. Ni recolecta la aceituna, ni la sirve en la mesa, ni obtiene aceite de ella. Este campesino palestino de 82 años de edad lamenta que, desde que Israel elevara la cerca entre Cisjordania e Israel, sus hijos no puedan ayudarle a labrar la tierra. Y es que Israel sólo concede licencias a los dueños de la propiedad, no a los familiares de éstos.
Para un anciano como Elias Judah, el transportar por sí solo las pesadas herramientas y el equipo de labranza a través de la barrera es una tarea que se torna imposible. Primero debe desplazarse desde su casa en el norte de Belén, hasta la puerta de cruce a Israel situada en Beit Sahur. Y de ahí, caminar durante una hora hasta sus tierras. El viaje que separa a este desolado hombre de sus cientos de olivos supone una odisea que no puede completar sin la ayuda de sus dos hijos.
El resultado es que, un año más, los árboles se quedarán sin cultivar mientras los ojos envejecidos de Elias observan con gran pesar cómo las manillas del reloj no cesan de moverse un solo segundo. Resignado, triste y frustrado, este palestino está obligado a aceptar que, tras haber dedicado una vida entera a cultivar una tierra que le vio nacer, jugar y crecer, morirá sin poder despedirse de ella. El tiempo no perdona. Como tampoco perdonan las autoridades israelíes, quienes son plenamente conscientes de los agravios económicos, sociales y psicológicos que la valla genera entre la comunidad palestina de Cisjordania. Pero no por ello están dispuestas a dar su brazo a torcer.
El relato de la tragedia palestina a manos de Manal Mustafa Ahmad a-Daqa y de este anciano octogenario no invita al optimismo para millones de niños que crecen expuestos a una cadena de injusticias que se escapa por completo de su entendimiento. Observan cómo sus padres y abuelos pierden sus tierras; cómo el alimento no llega a la mesa; cómo sus seres queridos y amigos mueren de camino al hospital porque no poseen un permiso para cruzar la barrera de seguridad y recibir atención médica al otra lado de ésta; y cómo, hasta a ellos mismos, se les niega el acceso a una educación por el simple hecho de ser palestinos y residir en el lado sombrío de la cerca. Cada día, millones de niños y niñas, estancados en el lado palestino, contemplan cómo al otro lado de la barrera, su futuro se marchita ante sus ojos.
En el poblado palestino de Tel ‘Adasah, situado en Jerusalén Este y a tan sólo unos metros de la muralla de separación, vive Amir Jibril K’abneh con sus padres y tres hermanos. Este joven recuerda con pesar el 12 de septiembre de 2007, el día en que las autoridades israelíes sellaron el único agujero en la cerca de seguridad que les permitía a él y a sus amigos ‘colarse’ en Israel y poder así caminar hasta la escuela situada al otro lado de Cisjordania, en la localidad israelí de Bir Nabala.
Aquel miércoles por la mañana, Amir y sus hermanos no pudieron asistir a clase. Tampoco pudieron hacerlo durante la semana restante. Pero el día 23 de septiembre de 2007, este joven estudiante y un grupo de compañeros decidieron viajar en taxi hasta el cruce de Qalandiya y de ahí subirse a otro que los llevaría hasta Bir Nabala. El periplo les costó poco más de 26 dólares. Los niños, acompañados por el padre de Amir, lograron llegar a clase a tiempo. Pero, si asistir a la escuela aquel día fue un objetivo realizable, el camino de vuelta a casa se convirtió en una tarea imposible. Al llegar a la puerta de cruce en Qalandiya, se toparon con un obstáculo insalvable: las autoridades hebreas les impidieron regresar a la cercada Cisjordania porque sólo llevaban encima su carné de identidad palestino y carecían de un permiso específico para cruzar la barrera. El tío de Amir hizo entonces un llamado a B’Tselem – el Centro Israelí de Información para los Derechos Humanos en los Territorios Ocupados – que intervino de inmediato para que los pequeños pudieran regresar a su hogar.
Estos y otros testimonios que retratan la marginación extrema que sufren las comunidades palestinas y musulmanas son recogidos a diario por organizaciones pacifistas israelíes como B’Tselem. A las denuncias de esta entidad se unen también las de Peace Now, Amnistía Internacional y UNICEF, que critican las estrategias del gobierno hebreo dirigidas a consolidar la ocupación militar de los territorios palestinos, y a construir un nuevo perfil demográfico en regiones de elevada densidad de población palestina pero que, poco a poco, van transformándose en asentamientos y colonias judías.

Los partidarios de la barrera de seguridad israelí consideran que es un pilar fundamental para la seguridad del Estado judío. Foto: Aitana Vargas
La construcción de la barrera de seguridad es, según sus detractores, una de las múltiples herramientas a disposición de Israel para mantener el status quo y mermar progresivamente la capacidad de respuesta del aislado pueblo palestino. Aseguran dichos opositores que el objetivo final es fabricar una realidad irrevocable y permanente sobre el terreno que impida la formación de un estado palestino.
Pero, como todo conflicto, el de Oriente Próximo también tiene otra cara, la que está representada por los partidarios de la barrera, quienes consideran que ésta es un componente central de la seguridad del Estado judío, y una expresión legítima de su derecho a la autodefensa. El argumento dominante es que la barrera es una respuesta necesaria “a la horrenda ola de terrorismo que emana de Cisjordania” tras el dramático incremento de ataques suicidas desde la Intifada de Al-Aqsa en el año 2002.
Para Raphael Israeli, catedrático israelí de Estudios Islámicos en la Universidad Hebrea en Jerusalén, no hay duda de que el muro le dificulta la existencia a los palestinos con propiedades al otro lado del muro.
“Es cierto. Pero ¿qué es preferible? ¿La incomodidad física o la pérdida de cientos de vidas? Nosotros [los israelíes] optamos por esa alternativa [salvar cientos de vidas], a pesar de la oposición de algunos corazones sangrantes a quienes sólo les preocupa el confort palestino.”
“Se supone que Occidente debe valorar la vida humana por encima de la propiedad,” añade Israeli.
Y aunque es cierto que la barrera ha reducido drásticamente el número de ataques terroristas en territorio judío, la organización pacifista Ir Amim también achaca este descenso al aumento de la presencia militar hebrea en regiones palestinas. Aduce, por tanto, que no es necesario estrangular política, económica y socialmente al pueblo palestino con una cerca, cuando otras estrategias de seguridad son igualmente efectivas. Los detractores de la barrera aseguran que ésta tiene fines políticos y anexionistas – una crítica que las autoridades israelíes insisten en negar una y otra vez – y además señalan los hechos sobre el terreno como una prueba de que la realidad es muy distinta a la promulgada por las fuentes oficiales.
Un recorrido a lo largo de la cerca disipa cualquier duda. En la mayor parte del trazado, la barrera está formada por una valla equipada con sensores electrónicos para identificar a quienes intenten infiltrarse; hay una pista de rastreo que se extiende a lo largo de la valla, rollos de alambre espinoso y una zanja de varios metros de profundidad situada a ambos lados. Todo el montaje tiene una anchura media de 60 metros, aunque en determinadas zonas llega hasta los 100. En aproximadamente el 10 por ciento del trazado, la barrera deja de ser una valla para transformarse en un monstruoso muro de hormigón que alcanza entre 6 y 8 metros de altura. Hay torretas de control militar situadas cada ciertos intervalos y 84 puertas de cruce en distintos puntos del recorrido; 45 de ellas están abiertas a los palestinos con permisos apropiados. El resto son utilizadas por ciudadanos israelíes o para el traslado de mercancía y transacciones comerciales.
En algunas zonas, la barrera se adentra hasta veintidós kilómetros en territorio cisjordano con el fin de englobar los polémicos asentamientos judíos situados en esta región palestina. Cuando la cerca esté finalizada, un 9.5 por ciento de tierras cisjordanas habrá sido absorbido por Israel. Esta anexión territorial se ha convertido en objeto de fuertes criticas por los detractores de la valla, ya que desafía de manera frontal la llamada Línea Verde.
Dicha línea de demarcación fue establecida en 1949, tras la guerra entre Israel y los países árabes vecinos (Egipto, Líbano, Jordania y Siria). Sin embargo, fue redibujada en 1967, después de que estallara nuevamente una guerra entre Israel y sus vecinos árabes, e Israel capturara Cisjordania y Jerusalén Este de Jordania; la Franja de Gaza y la Península del Sinaí de Egipto, y Los Altos de Golán de Siria. Ante la presión internacional, en el año 2005, Israel se retiró de Gaza. Pero mantuvo las polémicas ocupaciones en el resto de territorio palestino, con unos 500.000 colonos repartidos entre Cisjordania y Jerusalén Este (un territorio que se mantiene anexionado ilegalmente, según la Organización de las Naciones Unidas).
Desde el final de la Guerra de los Seis Días en 1967, el conflicto territorial entre israelíes y palestinos fue adquiriendo una dimensión religiosa desenfrenada y con alarmantes tintes extremistas. Este ‘despertar religioso’ hizo que mantener el control y la soberanía sobre la parte occidental de Jerusalén – con todos sus monumentos históricos y referencias religiosas – se convirtiera también en objetivo prioritario para las autoridades hebreas. Y con la irreversible anexión de Jerusalén Este en 1967, Israel está tratando de imponer una nueva realidad sobre el terreno: unificar el Este y el Oeste de Jerusalén y catapultar el status de la ciudad santa a capital de Israel.
Con este objetivo en mente, el trazado de la barrera de seguridad en Jerusalén ha sido cuidadosamente diseñado para dejar fuera de los límites municipales de la ciudad los barrios palestinos de Kufr Aqab, Dahiyat al-Barid y Ras Khamis, y el campamento de refugiados de Shuafat. La barrera rompe así la unidad física, política y económica de los territorios palestinos, al separar el Este de Jerusalén y Cisjordania. Esta desconexión física hace inviable que Jerusalén Este pueda convertirse algún día en capital de un futuro estado palestino.

La lucha por la Ciudad Antigua de Jerusalén ocupa un lugar central en el conflicto entre israelíes y palestinos. Foto: Aitana Vargas
El debate sobre Jerusalén – y en concreto Jerusalén Este – ocupa un lugar central en el conflicto entre israelíes y palestinos. Pero además es la evidencia más palpable de la progresiva polarización del conflicto. Ni unos ni otros quieren ceder poder sobre este codiciado ‘santuario’ religioso – una postura que nace del absolutismo y extremismo ideológico, y que aniquila cualquier posibilidad de diálogo.
El reconocido catedrático Raphael Israeli insiste en que el país hebreo ya realizó en su día numerosas concesiones a los palestinos, y que ahora Israel no debe abandonar el sueño de un Jerusalén unificado, ni disolver los asentamientos judíos en Cisjordania.
“La comunidad internacional debería aclarar que no se regresará a las fronteras que Israel tenía antes de 1967. Si hemos aprendido alguna lección de la historia, entonces Jerusalén nunca debería regresar a las fronteras previas al fin de esa guerra.”
Raphael Israeli, al igual que otros miembros de la derecha hebrea, considera que la ‘generosidad’ para con los palestinos ha sido interpretada por éstos como una muestra de debilidad por parte del pueblo judío, y como una invitación a que se cometan brutales ataques terroristas contra Israel.
Esta postura, sin embargo, contrasta con la ofrecida por la también académica israelí Naomi Chazan. Esta política y presidenta del New Israeli Fund, repudia la judaización de Jerusalén Este.
“Un 95 por ciento de la población de Jerusalén Este es palestina, o incluso un 98 por ciento. Si le preguntas a un israelí cuándo fue la última vez que visitó el Muro de las Lamentaciones, te contesta que hace 10, 15 ó 20 años. Así que, ¿a qué se refieren cuando dicen que Jerusalén es una ciudad santa? Nunca están allí. ¿Para qué la necesitan, entonces?”
Pero, aunque los israelíes no necesiten un Jerusalén unificado, las obras para construir la barrera no cesan ni en la ciudad santa, ni en sus alrededores, ni en territorio cisjordano. Y mientras la valla se extiende irremediablemente, cada día más familias palestinas amanecen con una realidad perturbadora frente a ellos: un muro gris construido como símbolo y recuerdo permanente de la tragedia que padecen. Al asomarse por la ventana de sus viviendas observan los montones de basura que van acumulándose a lo largo del paredón y las coloridas pinturas y grafitis que los artistas sin barreras palestinos plasman sobre el hormigón: una denuncia de la catástrofe que vive este pueblo y que parece no tener fin.
Una vez finalizada, la barrera de seguridad o el también llamado muro del apartheid – en recuerdo al muro de Sudáfrica – tendrá una longitud aproximada de unos 720 kilómetros. La polémica construcción de este monumento de separación no sólo le ha costado un aluvión de comparaciones y críticas a Israel, sino también a las compañías implicadas en su construcción.
El 3 de septiembre de 2009, el Fondo de Inversión de Noruega anunció la venta de todas las acciones de la compañía israelí Elbit Systems, debido a que ésta era la principal proveedora de equipos de vigilancia instalados en la barrera de seguridad en Cisjordania. A través de un comunicado oficial, el Ministro de Finanzas noruego, Kristin Halvorsen, se encargó de realizar el anuncio: “No deseamos financiar compañías que contribuyen tan directamente a la violación de la ley humanitaria internacional.”
En enero de 2010, la entidad financiera danesa Danske Bank añadió a Elbit a la lista de compañías que incumplen su política de Inversión de Responsabilidad Social. Poco después llegaba el anuncio del gestor del Fondo de Pensión danés PKA Ltd, que rechazaba invertir en Elbit debido a que “La CIJ [Corte Internacional de Justicia de la Haya] dijo que la barrera sólo tiene fines militares y viola los derechos humanos palestinos.”
En marzo de 2010, otro país escandinavo mostraba su repudia a Elbit. El principal Fondo de Pensión de Suecia retiraba su apoyo a la compañía israelí por no respetar la ley internacional y construir la barrera más allá de la Línea Verde.
Pero lejos de desalentar a las autoridades hebreas, estas y otras muestras de rechazo a la postura israelí fortalecieron la política del país. Y es que, si en algo son expertos los israelíes es, sin ninguna duda, en materia de seguridad. Así que, no sólo no dejaron de añadirle más bloques de hormigón a la barrera, sino que tampoco se lo pensaron dos veces a la hora de exportar su tecnología a su eterno aliado: Estados Unidos. De la mano de un consorcio privado liderado por el gigante Boeing y en el que participaba una subsidiaria de la compañía israelí Elbit Systems (que opera en Estados Unidos bajo el nombre Kollsman Inc) arrancaría la Iniciativa de Seguridad Fronteriza (o SBI-Net por sus siglas en inglés) impulsada por el ex presidente George W. Bush.
El objetivo de SBI-Net sería fortalecer la seguridad en las fronteras norte y sur de Estados Unidos, con mayor hincapié en los 3.200 kilómetros de frontera que separan Estados Unidos y México para impedir la entrada a tierras anglosajonas de narcotraficantes e inmigrantes indocumentados. El consorcio de Boeing prometía un impresionante despliegue en seguridad y tecnologías de última generación para detectar movimientos sospechosos a lo largo de la frontera, así como identificar e interceptar de manera efectiva y eficiente a quienes intenten infiltrarse en Estados Unidos. Toda la información sería enviada en tiempo real a un gigantesco centro de operaciones donde sería debidamente procesada y analizada. Al pie del cañón habría agentes de la patrulla fronteriza, miembros de la Guardia Nacional, efectivos de seguridad y agentes de inmigración. El Departamento de Seguridad Nacional – creado tras los ataques del 11S – destinaría más de 7.000 millones de dólares al desarrollo de este proyecto, cuya implementación estaba prevista en un plazo de varios años.
Con la enorme presión que recaía sobre las autoridades estadounidenses para evitar otro ataque terrorista del calibre del 11 de septiembre, se inició primero el Proyecto 28, un programa piloto a lo largo de 45 kilómetros de frontera entre Arizona y México. De dar óptimos resultados, esta ‘valla virtual’ conformaría la espina dorsal de la ambiciosa iniciativa SBI-Net.
Tras un año de trabajo, varios retrasos, y una inversión inicial de mil millones de dólares, a mediados de 2007 y ambos lados de Sasabe, Arizona, se elevaban nueve intimidantes torres de vigilancia de treinta metros de altura equipadas con radares y cámaras de seguridad de alta definición que alertaban a los agentes de la patrulla fronteriza de cualquier intento de incursión o amenaza.
Sin embargo, pronto quedó a la vista de todos que el Proyecto 28 no era lo que las autoridades estadounidenses esperaban. Las nuevas y costosas tecnologías no garantizaban la seguridad prometida. Así que, en marzo de 2010, y sin pensarlo dos veces, se congelaron los fondos para SBI-Net y se inició un minucioso escrutinio de la iniciativa. En enero de 2011, la Secretaria de Seguridad de Estados Unidos, Janet Napolitano, anunció la cancelación definitiva del proyecto porque el consorcio liderado por Boeing ni había cumplido los plazos acordados, ni había ofrecido resultados verificables en materia de seguridad que justificaran la inversión multimillonaria.
Con el fracaso del programa piloto y de SBI-Net, fracasó también la idea de implementar una estrategia de seguridad única y común en todos los estados fronterizos. Por tanto, cada estado continuó emprendiendo sus propias medidas de seguridad en función de sus necesidades y recursos económicos. En Arizona, aviones no tripulados, más conocidos como drones, surcaban ya los cielos de la frontera y enviaban de inmediato datos a los agentes de la patrulla fronteriza. El coste total de estos halcones mecánicos no superaba los 750 millones de dólares y cubría los 519 kilómetros de frontera restantes que no contaban con la tecnología SBI-Net.

El muro fronterizo entre México y Estados Unidos es una de las medidas antiinmigrantes promovidas principalmente por los legisladores republicanos. Foto: Óscar Gómez
Pero en los últimos años, la frontera entre Arizona y México ha sido también decorada con una barrera que impide el paso de peatones – en algunos tramos – y el de vehículos – en otros. A día 27 de enero de 2012, ya se había completado la construcción de 1.047 kilómetros del trazado de ambos muros, según datos publicados por la Oficina de Gestión de Programas (Program Management Office en inglés) del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos. En enero de 2010 se colocaba el último tubo de hormigón que conforma el muro anti vehículos construido a lo largo de 480 kilómetros de frontera. Los 566 kilómetros de muro anti humano que frenarán la entrada de inmigrantes y peligrosos narcotraficantes a tierras estadounidenses, estarán sellados en abril de 2012.
Aunque también ha sido camuflada como una estrategia de seguridad nacional, la construcción del muro se une a la lista de medidas antiinmigrantes impulsadas por legisladores republicanos en Arizona que criminalizan la inmigración no autorizada en este estado del suroeste del país. Con la aprobación de la polémica ley SB1070 en abril de 2010, Arizona se convirtió en pionera en la lucha contra la inmigración indocumentada en Estados Unidos. En un hecho sin precedentes, la iniciativa convirtió a los policías en agentes de inmigración, otorgándoles autoridad para solicitar pruebas de residencia legal a cualquier persona que, por su apariencia física, pueda encontrarse en el país sin autorización. La ley, entre otras provisiones, también obliga a las empresas a verificar el estatus migratorio de sus empleados y niega cualquier tipo de beneficio público o social a los indocumentados.
De la noche a la mañana, los arquitectos intelectuales de la medida, la gobernadora de Arizona, la republicana Jan Brewer, y el legislador estatal Russell K. Pearce, pasaron a situarse en el foco de críticas de los grupos a favor de los derechos de los inmigrantes. La iniciativa desató la psicosis antiinmigrante por todo el país, y sirvió como referencia para que otros estados – Texas, Alabama, Georgia, Carolina del Sur, Misisipi y Utah – siguieran el mismo ejemplo e impulsaran leyes similares contra los indocumentados – algunas son incluso versiones más draconianas que su predecesora.
Desde la aprobación de la SB1070, una cascada de demandas ha sido presentada en tribunales federales de Arizona exigiendo la suspensión de la ley. El Departamento de Justicia de Estados Unidos presentó en julio de 2010 una demanda ante la magistrada Susana Bolton argumentando que la política migratoria es competencia única del gobierno federal, y que ningún estado debe interferir en ésta. La jueza le dio la razón y suspendió las secciones más polémicas de la ley. Pero la ultra conservadora Jan Brewer desafió, como se esperaba, el veredicto del tribunal. Y ahora, el caso se encuentra en manos de la Corte Suprema que decidirá el destino final de la SB1070 a partir del 25 de abril. El histórico fallo tendrá un efecto directo en las leyes promulgadas en los otros seis estados que cuentan con leyes inspiradas en la SB1070.
En apoyo a la demanda del gobierno federal, varios países, estados, ciudades, líderes comunitarios e incluso efectivos de las fuerzas de seguridad han presentado también alegatos contra la ley de Arizona. Las demandas están firmadas por los gobiernos de México y de dieciséis países latinoamericanos, más de cuarenta ciudades y condados del país (entre los que figuran Tucson, San Luís y Flagstaff, en Arizona), destacados miembros de la comunidad eclesiástica, congresistas como el demócrata Luis Gutiérrez de Illinois, organizaciones de derechos civiles, y una coalición de once estados encabezada por Nueva York y California – los dos estados con mayor población inmigrante del país. Todos destacan la inconstitucionalidad de la iniciativa como fundamento para exigir su suspensión inmediata.
El aspecto inconstitucional de la medida invita, de hecho, a una reflexión y a un análisis más profundo de la crisis de valores tan aguda que atraviesa Estados Unidos. La América post 11S es profundamente distinta a la América que la precede. Los ataques islamistas cambiaron el pensamiento estadounidense radicalmente, rompiendo el delicado equilibrio que debe existir en toda democracia entre libertades civiles y seguridad nacional. El 11 de septiembre de 2001, la balanza giró bruscamente hacia la seguridad nacional, y así se ha mantenido con un republicano y con un demócrata en la Casa Blanca. Y nada hace pensar que vaya a cambiar.
Tras los fatídicos ataques, el gobierno de Estados Unidos puso en marcha una impresionante maquinaria de inteligencia invisible al pueblo norteamericano y que los periodistas del Washington Post, Dana Priest y William M. Arkin, plasmaron minuciosamente en su libro Top Secret America, tras un asombroso trabajo de investigación. La monstruosa inversión económica que las autoridades estadounidenses están realizando, como concluyen estos periodistas, no ha servido para crear una América más segura, pero no por ello dejará de realizarse. Ningún presidente recortará el presupuesto en seguridad nacional porque, de hacerlo y de producirse un ataque, estaría firmando su muerte política. El trabajo de Priest y Arkin revela que la compleja red de inteligencia basada en el secreto y el hermetismo no sólo no garantiza una mayor seguridad, sino que se interpone en el camino de ésta. Aún así, el gobierno de Estados Unidos continúa adquiriendo deudas astronómicas para financiar este fallido sistema cuyo coste económico exacto no está ni siquiera en conocimiento de las autoridades. La compleja y monstruosa estructura creada se escapa al control del gobierno. Y no son muchos los altos cargos y funcionarios que se molestan en ocultarlo.
En el momento de su concepción hace una década, esta potente maquinaria de inteligencia destinó gran parte de sus recursos a la lucha contra el terrorismo islamista, cuya principal amenaza era entonces la red terrorista Al-Qaeda, liderada por el saudí Osama Bin Laden. La muerte del terrorista más buscado del mundo bajo el mandato de Barack Obama y la posterior caída de importantes líderes debilitó la cúpula y la estructura de la organización. Pero no la erradicó. Se sabe que hay un número indeterminado de células durmientes distribuidas por todo el mundo, listas para planear y cometer ataques de manera conjunta o aislada en cualquier momento.
En los últimos años, sin embargo, las autoridades estadounidenses también han detectado una nueva amenaza a la seguridad del país. “Los terroristas, narcotraficantes y otras organizaciones criminales transnacionales están cada vez más entrelazadas,” dijo Michael A. Sheehan, Asistente del Secretario de Defensa para Operaciones Especiales y Conflictos de Baja Intensidad, durante su comparecencia a finales de marzo de 2012 ante un Subcomité del Servicio Armado del Senado. El coronel Sheehan confirmó que las poderosas alianzas forjadas entre las organizaciones terroristas y los grupos criminales permiten el intercambio de estrategias de entrenamiento y técnicas de combate con el fin de atacar los pilares de las democracias occidentales.
El problema es que en estados como Arizona la policía no se centra únicamente en la búsqueda y captura de narcotraficantes y terroristas. También destina gran parte de sus recursos tecnológicos y fuerza policial a cuestionar el estatus migratorio de los indocumentados – inmigrantes en su mayoría hispanos que se dejan la piel limpiando aseos, cocinando en restaurantes de clase B y arando la tierra, y que no suponen amenaza alguna para la población estadounidense, como lo confirma CHIRLA, la Coalición por los Derechos Humanos de los Inmigrantes de Los Ángeles. El caso de Arizona es, sin duda, clave para ilustrar cómo el debate migratorio se cruza en el camino de la seguridad nacional.
Pero la realidad es que a algunos les conviene que así sea. El ala republicana más conservadora ha aprovechado el clima creado tras los ataques terroristas del 11S para endurecer la ley migratoria en pos de sus propios intereses. Bajo el pretexto de seguridad nacional es más fácil justificar y enmascarar el racismo y prejuicios que subyace en la gran mayoría de medidas creadas para frenar la inmigración indocumentada.
Sólo en Arizona hay unos 460.000 inmigrantes indocumentados – la mayoría latinos. En todo el país la cifra se dispara a unos doce millones. Pero el sentimiento antiinmigrante no afecta a todos por igual. En Arizona y otros estados del suroeste de Estados Unidos se manifiesta en forma de rechazo contra la comunidad hispana – la minoría más importante de la nación y cuyo crecimiento continúa a pasos agigantados. Dicho sentimiento va poco a poco calando hondo entre los mismos inmigrantes, quienes no ofrecen reparos a la hora de expresar su oposición a la hispanización del suroeste de Estados Unidos.
“Me parece bien que sellen la frontera porque no me gustaría que la ciudad de Los Ángeles se convirtiera en otro México,” dice Hamlet Mouskian, un inmigrante armenio que lleva más de una década afincado en Estados Unidos y que trabaja en un taller mecánico a las afueras de la ciudad angelina.
Es la confirmación de que las medidas contra la inmigración no autorizada van generando fisuras sociales y profundas divisiones psicológicas entre los inmigrantes. Las distintas comunidades de inmigrantes son inmunes al dolor, al sufrimiento y a la tragedia de los otros – esos otros que, aunque no guste admitirlo, también son el reflejo de la vida que uno mismo ha elegido. Todos, con más o menos dinero en los bolsillos, hicieron un día las maletas y abandonaron sus países de origen con la esperanza de poder iniciar una nueva vida en la tierra de las oportunidades. Pero al llegar a suelo estadounidense, las diferencias – y no las similitudes – se convirtieron en la herramienta más poderosa a manos de las autoridades neo conservadoras para implementar medidas discriminatorias contra los unos y los otros. Si de la unión debe salir la fuerza, al aterrizar en Estados Unidos, el arraigado sentido de identidad de los inmigrantes se convierte en su propio talón de Aquiles, dando pie a que las instituciones propaguen medidas que emanan de la fuente de la ignorancia, de la superioridad y de los prejuicios; Es el síntoma de una sociedad enferma y atrapada en un estado de psicosis permanente, incapaz de distinguir entre el criminal que supone una amenaza real para la seguridad nacional y el inmigrante desesperado que huye de ese mismo peligro.
Resulta fácil – y hasta conveniente – darle la espalda al humilde inmigrante que arriesga la vida cruzando la peligrosa frontera entre México y Estados Unidos cuando se ignora la desgarradora historia personal que carga sobre sus hombros. Ajenos y desinteresados en la cruda realidad que atraviesan millones de indocumentados mexicanos y centroamericanos, la sociedad y las autoridades estadounidenses los reciben como si, por el mero hecho de haber nacido en países destrozados por la violencia y la miseria, tuvieran que ser marginados y condenados a pasar una vida sumergidos en el sufrimiento.
A lo largo y ancho de la frontera que separa ambos países se acumulan, día tras día, los testimonios de la tragedia que viven los inmigrantes hispanos. Historias que narran la separación familiar, que relatan el terrible dolor de padres indocumentados que son arrestados, deportados y separados de sus hijos estadounidenses; Crónicas del padecimiento de inmigrantes condenados a pudrirse en las cárceles de la vergüenza del Sheriff Joe Arpaio tras ser ‘perseguidos’ y ‘atrapados’ en sus lugares de trabajo por ser indocumentados; Historias de inmigrantes obligados a vestirse con humillantes indumentarias carcelarias de color rosa, y que son tratados por el sistema como si fueran criminales cuando, en realidad, su único ‘crimen’ fue luchar con tesón y dignidad para llevar un poco de alimento al plato del que comen sus hijos.
El padecimiento de los inmigrantes en su cruenta travesía hacia tierras anglosajonas adopta muchas formas. Las historias de éxito son siempre la excepción, nunca la norma. Son miles los indocumentados que perecen – agotados, deshidratados y hambrientos – en el asfixiante calor del desierto de Arizona. Sus cuerpos, a veces putrefactos, son encontrados sobre rocas y la árida geografía del desierto. Algunos no llegan ni a cruzar la frontera. Caen antes en las garras de los narcotraficantes; Muchos son brutalmente torturados, asesinados y descuartizados. A las mujeres no les espera un destino mucho más alentador. Las que escapan de la muerte, son secuestradas, golpeadas, violadas y trasladadas a grandes ciudades dentro de Estados Unidos para ejercer la prostitución. A algunos indocumentados, sin embargo, los sicarios les perdonan la vida a cambio de trabajar como informantes y asesinos para los carteles de la droga mexicanos. No hay que ser un genio ni estar equipado con una capacidad emocional privilegiada para entender que todo ser humano, por mero instinto de supervivencia, huiría de esta terrible realidad.
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Guadalupe Guerrero, la madre de Carlos R. Lamadrid, abraza a su hija en el lugar del tiroteo, un día después del fatal incidente en el que perdió la vida su hijo. Foto: Óscar Gómez
Desde primera hora de la mañana, decenas de personas han ido congregándose en la casa de Guadalupe, en la ciudad fronteriza de Douglas, Arizona, para acompañar a esta madre en su dolor y luto.
“Hace un año me mataron a mi hijo,” dice con la voz entrecortada Guadalupe Guerrero.
Enfundada en unas gafas oscuras que cubren unos ojos cansados de llorar, esta inmigrante mexicana denuncia la muerte a balazos de su hijo Carlos R. Lamadrid a manos de un agente de la patrulla fronteriza hace un año en el lado estadounidense de la frontera.
“Hoy me acabo de enterar de que el agente que mató a mi hijo está trabajando aquí. ¿Y cómo crees que me siento? No hay justicia. Nadie me dice nada. Nadie me da una explicación,” solloza desconsolada.
Y lamentablemente, lo más probable es que nunca, nadie, le dé la respuesta que busca porque a lo largo de esta frontera parece que la ley del ‘silencio’ es la que marca el curso de las investigaciones federales. El FBI, encargado de las averiguaciones, mantiene una política de hermetismo total – algo que desata la indignación de Guadalupe y de los activistas que la acompañan.
Según el informe oficial, cuatro disparos – uno de ellos por la espalda – acabaron con la vida del joven estadounidense de 19 años cuando trepaba por una escalera el muro que separa Estados Unidos de México. El agente que efectuó los disparos asegura que apretó el gatillo en “defensa propia,” al sentirse atacado por la lluvia de piedras que le caían desde el lado mexicano.
Momentos antes del fatal incidente, Carlos y otro acompañante huían de las autoridades a bordo de una camioneta con el fin de cruzar a territorio azteca. En el interior del vehículo se hallaron veintiún kilos de marihuana.
Ante las pruebas, Guadalupe no niega que su hijo estuviera implicado en un asunto de drogas. Pero sí cuestiona la actuación de las fuerzas de seguridad y defiende el derecho a una investigación justa que honre de alguna manera la pérdida de su hijo.
“Si le hacen esto a un estadounidense, imagínate lo que le harán a los indocumentados,” se queja esta madre abatida. Al matarlo, “le han negado el derecho a un juicio,” puntualiza.
La muerte de este joven de origen mexicano ha conmocionado a toda la comunidad inmigrante e hispana al sur del estado. Pero no es la primera vez que la línea fronteriza se convierte en la tumba de un inmigrante. “Este tipo de casos ocurren constantemente,” denuncia Guadalupe.
Meses después de su muerte, el fantasma de Carlos todavía vagaba por la casa en la que vivió con su madre y sus dos hermanos en Douglas. Huyendo de ese desolador recuerdo que le impedía conciliar el sueño por las noches, Guadalupe hizo las maletas y se mudó con sus hijos a Tucson, también en Arizona. El 21 de marzo de 2012, sin embargo, regresaba otra vez a la ciudad fronteriza donde vivió durante diecinueve años para recordar a su hijo caído doce meses antes.
En el primer aniversario de la muerte de Carlos, la comunidad hispana acompañó a Guadalupe en una caminata desde su casa abandonada hasta el muro fronterizo. Pero al encontrarse cara a cara con el paredón de hormigón – símbolo de la desgracia que le acompañará de por vida – esta madre destrozada se ahoga sin remedio en su abismal dolor. Con cada segundo, el llanto se torna más agudo, desgarrador e intolerable. No hay palabras, ni gestos, ni abrazos que sirvan para aliviar la aflicción de una madre al encontrarse frente al monumento de la peor tragedia que puede atravesar en vida: enterrar a su hijo.
Guadalupe, Manal y Elias son la cara humana del drama que se origina cuando las palabras y los gestos entre dos sociedades se erosionan; Cuando la empatía languidece y la presencia del otro se hace intolerable para la existencia de uno mismo, se elevan entonces barreras emocionales y físicas que aíslan a un pueblo de sus semejantes; Se construyen murallas de separación que confieren un falso sentido de seguridad ante amenazas que, con frecuencia, responden a interpretaciones distorsionadas de la realidad y que sólo existen en la mente de quien erige la barrera.
Donde hay un muro, no hay ni una sola historia, ni una sola narrativa. Cada bloque de hormigón es testigo de la tragedia a la que están condenados a vivir los unos y los otros a ambos lados de la barrera. Y es que, en el mismo lugar donde se originó la desgracia de Guadalupe y su hijo Carlos, nació también el pesado lastre con el que el pueblo estadounidense deberá cargar toda su historia.
Como si de un espejo se tratara, este muro incrustado en plena frontera entre Estados Unidos y México es el reflejo mismo de las carencias morales y humanitarias del pueblo anglosajón – un pueblo que se esfuerza por desligarse de la desagradable realidad que padecen los mexicanos y centroamericanos. Mientras aparecen más cadáveres de inmigrantes anónimos en las áridas tierras de Arizona, al pueblo norteamericano se le va endureciendo el corazón, inmune al dolor y al sufrimiento de sus vecinos y semejantes. Y conforme pasan los días, en la frontera sur del país, la sociedad estadounidense continúa escribiendo con puño y letra el relato de su propia desdicha.
No hay en todo el mundo una barrera física concebida para acercar dos posturas o sociedades encontradas: su propósito es separar, crear fisuras y fomentar el conflicto. Y dicho fin es el que todo muro ha logrado a lo largo de la historia. Pero, como ya advirtiera el fallecido escritor y periodista polaco Ryszard Kapuściński “si la razón rigiera el mundo, ¿existiría entonces la historia?”