Jimmy Pino: atleta olímpico y héroe anónimo

El atleta olímpico Jimmy Pino durante una sesión de entrenamiento en Miami, Florida.
Por Aitana Vargas
4 de diciembre de 2012
Son rostros anónimos, héroes de carne y hueso a quien nadie reconoce cuando caminan por la calle, pero cuyas historias despiertan tanta admiración como la del laureado deportista que con orgullo luce medallas de oro olímpico alrededor de su cuello.
Muchos, por no decir la gran mayoría de deportistas, se sentirían identificados con la historia de Jimmy Pino. Este joven colombiano aún recuerda el día que aterrizó en Estados Unidos como parte de Solidaridad Olímpica, un programa de entrenamiento financiado por el Comité Olímpico Internacional y dirigido a deportistas procedentes de países en vías de desarrollo.
Aquel 21 de octubre de 1996 y con tan sólo 18 años, Jimmy se despedía de sus padres y hermanas en Bogotá, y despegaba rumbo a Georgia empujado por el ambicioso sueño de “sacar la carrera académica e ir a los olímpicos”.
“Aquí [en Estados Unidos] me daban todo lo que, lamentablemente, en Colombia no me daban”, comenta.
Llegó solo. Con la única compañía de sus maletas, pero respaldado por una sólida trayectoria deportiva. Sobre las pistas de atletismo de Colombia, Jimmy había conquistado el primer puesto en 100 y 200 metros en la categoría de menores (hasta los 16 años) y juveniles (hasta los 19 años). También se había coronado campeón de Sudamérica en 100 y 200 metros en ambas categorías, y subcampeón en 100 metros en juveniles.
Si en Colombia Jimmy había sido un deportista disciplinado y ejemplar, en Estados Unidos lo iba a corroborar. El camino, sin embargo, no sería fácil.
Entrenaba y convivía día y noche con atletas provenientes en su mayoría de distintos países del continente africano. Y sin apenas hablar una palabra de inglés, pronto la barrera lingüística y cultural resultaría abismal.
En los pasillos y salas de la residencia donde convivía con el resto de deportistas, las diferencias entre unos y otros se alzaban como muros invisibles que le separaban, le aislaban, y le recordaban cada segundo del día el lugar al que pertenecía y quién era – pero también, quién no era.
“El 31 de diciembre [de 1996] me sentía muy mal y quería regresarme [a Colombia]. Como todos eran africanos, nos fuimos a una discoteca donde tocaban música africana. Ellos estaban muy contentos, y yo casi llorando solo en una esquina”, relata Pino.
Con el tiempo, la barrera lingüística iría desapareciendo. “Conocí a una muchacha de Guinea Ecuatorial que hablaba español y me hice muy amigo de ella”, comenta. Además, Jimmy fue aprendiendo inglés en la universidad y se matriculó en ingeniería informática.
Y justo en el año 1999, cuando la vida de Jimmy ya se iba adaptando a las históricas calles coloniales de Savannah, el Comité Olímpico Internacional se quedó sin fondos para seguir financiando la iniciativa Solidaridad Olímpica.
“El programa lo cerraron a finales de 1999 y nos dieron un billete de regreso a casa”, comenta Pino.
El inesperado anuncio sentó como una jarra de agua fría entre los atletas. Y mientras muchos se apresuraban a hacer las maletas y poner rumbo a sus países natales, Jimmy buscaba a contrarreloj financiación económica en los departamentos deportivos de las universidades estadounidenses.
A medio camino entre su sueño olímpico, con un pie en Estados Unidos y con otro ya en Colombia, el joven obtuvo el respaldo de la Universidad de Nebraska.
“Me dieron un 75% de beca y trabajaba en la cafetería limpiando platos para cubrir el resto de gastos”, relata.
De su época en Savannah, el joven deportista tenía un host father [padre de acogida] que le había sido asignado a través del programa Solidaridad Olímpica.
“El señor se llamaba Al Kennickel. Me envió $2000 porque no tenía una beca completa. Y me dio el dinero con la promesa de que se lo pagara”.
“Le envié varios cheques, pero nunca los canjeó”, comenta un Jimmy emocionado. “Me dijo que fue un regalo”.
Su buen rendimiento académico y deportivo sirvió para que a Jimmy le fueran renovando la beca deportiva año tras año. “Pero nunca hay garantías de nada. Una lesión te puede dejar en el camino. Una mala temporada también”.
No fue hasta la final de la Conferencia en Columbia, Missouri, en mayo de 2000, que Jimmy obtuvo la marca mínima requerida para acudir a los Juegos Olímpicos en Sidney, Australia, en septiembre de ese mismo año.
“No esperaba hacer la marca para los 200 metros porque el día anterior había hecho 21.20”. Pero aún así, las piernas del colombiano respondieron, permitiéndole ganarse un hueco en la final. Y en esa final, lograría la ansiada marca.
Con alegría contenida telefoneó a sus padres. Y es que la hazaña aún no se había completado. Al joven atleta le faltaba aún revalidar la marca una segunda vez, como exigía la Federación de Atletismo de Colombia. Si no, no habría sueño olímpico.
El 12 de agosto del año 2000, el día de su cumpleaños, durante el Gran Prix Internacional disputado en Caracas, Venezuela, todo confluyó para que Jimmy sellara su pasaporte hacia la odisea olímpica en tierras australianas. Y no sólo revalidó la marca registrada en Missouri sino que, con 20.85, impuso un nuevo récord nacional de Colombia.
A los 21 años, este joven cartaginés que en plena adolescencia había hecho las maletas y emigrado a norte América, culminó su hazaña: representó los colores de la bandera colombiana en Australia bajo el clamor de su gente y la atenta mirada de sus padres que, a kilómetros de distancia, clavaban los ojos en la pantalla de televisión para ver la memorable entrada de su hijo al estadio olímpico.
La historia de Jimmy Pino no habla solo del compromiso que uno, como deportista, adquiere con uno mismo, sino de ese compromiso que uno adquiere con quienes también han contribuido a dicho éxito.
Esas personas que a lo largo de los años enviaron palabras de ánimo al atleta, presenciaron con emoción cómo ese esfuerzo encontraba su máxima recompensa en esos 21 segundos que el colombiano tardó en recorrer 200 metros en el estadio olímpico de Australia. Su marca le llevaría hasta el puesto número 55 de la clasificación – algo que ni Jimmy ni sus familiares jamás olvidarán.
Como tampoco olvidarán las palabras de un Jimmy inquieto que de niño le replicaba a sus padres “¡Qué pereza correr de punto A a punto B! ¿Con qué objetivo?”
A sus 34 años, Jimmy es ahora un programador informático con una vida familiar tranquila en Miami, Florida. Allí vive en compañía de su esposa April, con quien pronto compartirá la inolvidable experiencia de ver nacer a su primer bebé.
Y a punto de convertirse en padre, Jimmy echa la vista al pasado y recuerda el papel clave que desempeñaron sus progenitores en los éxitos que él ha cosechado.
«El apoyo de mi papá y mi mamá me ayudó para salir de la casa y ver que había un mundo diferente fuera de esas cuatro paredes y la caja de televisión. Y luego mis entrenadores me guiaron en el campo atlético. Y no sólo eso, sino que también me ayudaron a forjarme como persona, porque, como decía uno de ellos, “Atleta lo eres por un tiempo, pero por siempre vas a ser persona”.»