Un recuerdo doloroso

Aitana Vargas en el Museo Getty
Por Aitana Vargas
18 de julio de 2012
“Todo cambia” – Mercedes Sosa
Subí en tren hasta el Museo Getty en busca de ese aliento de aire fresco que pudiera sanar la frustración con la que había cargado durante varios meses. Era un hermoso día de primavera cuando, entre árboles en flor, jardines meticulosamente cuidados, y una arquitectura diseñada para enamorar a los sentidos y apaciguar el malestar del alma, encontré un océano de tranquilidad mental y emocional que trajo alivio a mi ansiedad. No sé cuántas horas pasé en aquel santuario espiritual. Pero en el ascenso que me condujo hasta este universo de creatividad artística logré trasladarme a otra dimensión, a un mundo donde uno puede contemplar y palpar con los sentidos esa originalidad y deseo de expresión humana que nace con intensidad en el corazón de los artistas, emanando con fuerza hacia el exterior y que encuentra su expresión concreta en los espacios interiores y ajardinados de este museo.
No sé por qué decidí viajar allí. Quizá lo hice empujada por un instinto primordial que me llevó al lugar donde mi espíritu sabía que encontraría la ansiada calma y sosiego que necesitaba, pero que mi cuerpo físico desconocía dónde hallar. A veces uno no sabe lo que necesita. En otras ocasiones, sí lo sabemos, pero ignoramos adonde debemos acudir para encontrarlo. A veces, nos hallamos tan desubicados que deseamos escapar de nuestra carcasa física para no lidiar con nuestro malestar interno. La huida, sin embargo, nunca se perfila como la mejor alternativa. Y hasta cierto punto, yo me había convertido en una maestra en el arte de la evasión.
Apenas unos días después de mi ascenso al Getty, mis pies me llevaron casi por instinto al balcón de mi habitación. Comencé entonces a barrer sutilmente las hojas caídas que durante meses se habían amontonado sobre la baldosa rosada. Limpié las dos mesas que yacían medio abandonadas en una esquina de la terraza y retiré la espesa capa de polvo que el paso del tiempo y mi dejadez habían permitido que se acumulara sobre ellas. Recordé que fue este balcón el que más de medio año atrás había hecho que me decantara por este apartamento como mi nueva vivienda. Anhelaba un espacio al que pudiera acudir para calmar mi sed espiritual, un santuario donde recuperar la paz y sanar las heridas emocionales que mi trabajo cincelaban cada día sobre mi piel, ese lugar desde donde pudiera contemplar las montañas del Valle de San Fernando y respirar tranquilamente mientras observaba el elegante vuelo de los pájaros que ponen las notas armónicas con su trinar. Durante muchos meses, sin embargo, ese hermoso y amplio espacio rodeado de verdes palmeras y situado a escasos pasos de mi cama, no fue el lugar al que acudí para reconfortarme a mí misma. Me mantuve alejada de él. Dejé que se fuera deteriorando. Dejé que este balneario de paz se convirtiera en un testimonio de mi estado anímico. Dejé que se marchitara, pero no hasta el punto de no poder recuperarlo.
En pleno mes de julio, deslicé la cortina de mi dormitorio y salí al balcón. Me senté sobre una de las mesas que se alzaban varios palmos por encima del suelo y recosté mi espalda sobre la pared, dirigiendo la mirada a la torreta de estilo español que se dejaba ver en el edificio de enfrente y a la que nunca había prestado demasiada atención. Con el aire fresco acariciando levemente mi cara y meneando unos brazos cada día más delgados, dejé que el viento californiano penetrara mi alma y la impregnara de tranquilidad. Nada me importaba. Ni siquiera que los transeúntes giraran la vista hacia mi balcón y apreciaran la escuálida silueta de una joven de rasgos mediterráneos con la mirada perdida y una mueca imperturbable de seriedad en el rostro.
En las últimas semanas había perdido bastante peso, algo que no resultaba indiferente ni a mis amigos ni al espejo que reflejaba mi desvalido cuerpo cada mañana. El contorno de mi cara se había ido desdibujando, dejando al descubierto esos huesos prominentes que alertan de que algo en nuestro interior no está en equilibrio. La vida me estaba consumiendo el espíritu. Había perdido la alegría, y ya no se perfilaba en mi rostro esa sonrisa que tanto agrada a quien la ve, que nace de mí de forma natural y genuina cuando estoy contenta y cuando las preocupaciones no están devorando mi alma.
Llevaba varios días amaneciendo con una apatía sobrecogedora que me aprisionaba entre las sábanas de la cama impidiendo que mi cuerpo las abandonara. Los días que lograba desprender los amarres y emprender el camino que me conducía a la calle, paseaba mi cuerpo indolente por las avenidas angelinas como un sonámbulo en plena noche, ajena a lo que me rodeaba, incapaz de sentir, de demostrar un gesto de gratitud o de agradecimiento hacia los demás y hacia mí. Con la caída del sol, comenzaba la tortura nocturna. El insomnio me acosaba, me atrapaba, me impedía descansar y me convertía en presa fácil de mis pensamientos y deseos frustrados. Traté entonces de hallar sosiego en la meditación. Me volcaba en ella por las mañanas y por las tardes, tratando de escapar de los pensamientos recurrentes que no me dejaban avanzar, que me mantenían atada al pasado, a sueños marchitos y a esas oportunidades perdidas que uno nunca, por mucho que lo intente, podrá recuperar. Algunos días la meditación lograba mitigar mi inquietud y calmar mi ansiedad. Pero a veces despertaba en mitad de la noche empapada en sudor en medio de una habitación cuyas paredes de color pastel desprendían frío y calma.
Cansada de este sin sentido y de ver cómo mi cuerpo era poco a poco devorado por las circunstancias y la espiral de pensamientos que sacudían mi cabeza, me retiré a reflexionar unos días. Sabía que no podía seguir evadiendo ese momento en el que uno debe enfrentar la realidad que se alza ante sus ojos – por mucho que esa realidad engendre verdades que puedan desagradarle. Y esa realidad, muy a mi pesar, no era otra más que yo. Busqué refugio, comprensión y respuestas en mi interior, aislándome de amigos, familiares, preocupaciones, aspiraciones y sueños. Acepté que el regreso a uno mismo es un camino solitario, un sendero anónimo donde uno no tiene que rendirle cuentas a nadie más que a su propio yo, porque uno es responsable de su propia infelicidad y de su vida. Resulta fácil y conveniente culpar a los demás de mi desdicha a pesar de que soy yo quien, con cada una de mis decisiones, elijo velar o descuidar mi propio bienestar.
Así que tras varios meses ignorando el llamado de mi alma, por fin encontré en la soledad de mi balcón ese santuario donde sumergirme en mi dolor para poder sanar las heridas abiertas que suplicaban consuelo y amor y que durante tanto tiempo había descuidado voluntariamente. Destapé la caja de dolorosos recuerdos emocionales, de aspiraciones profesionales frustradas, fracasos personales, de esos miedos e inseguridades que me habían alejado de mis objetivos y de mi felicidad, y cuya existencia me empeñaba en sepultar bajo los densos estratos de mi piel y de mi alma. Encaré mi propio sufrimiento, ese dolor que por momentos se hacía desgarrador y que se intensificaba con cada latido del corazón, echando pesadas losas de infelicidad sobre mi espalda. Un dolor tan agudo e intenso que empujaba sin compasión contra las paredes de mi piel para poder ser liberado. Un dolor del pasado que había ido acumulándose con cada tic tac del reloj, alcanzando su punto álgido al converger con aquél que nace cuando uno contempla el reflejo de su alma desnuda frente al espejo de la realidad. No hay encuentro con uno mismo que no sea doloroso, porque enfrentar y admitirse a uno mismo la verdad que encarna no resulta fácil de asimilar. Para nadie.
Y ese cara a cara con mi ‘yo puro’, a quien observo y analizo en mi más secreta intimidad, me permite dialogar con los fantasmas que me recuerdan quién es Aitana, con aquello que tanto amo de mí misma y con esos rasgos que me generan vergüenza, de los que reniego, que trato de ocultar ante los demás, pero que día tras día me acompañan en mi travesía por la vida. Escucho detenidamente esas voces interiores que me despiertan incluso antes de que el sol inicie su ascenso sobre el firmamento. Unas voces que ahora, en la serenidad de mi balneario, se convierten en un murmullo de fondo que se marcha voluntariamente empujado por ráfagas de viento, y sin que ni siquiera tenga yo que intervenir para que se desvanezca.

Aitana Vargas
Contemplo minuciosamente los momentos en que las decepciones hicieron que lágrimas de dolor brotaran desconsoladamente de mi alma. Y cuestiono por qué aún me duelen aquellas experiencias ya pasadas que en algún punto insospechado del camino no fueron ni asimiladas ni debidamente superadas. Permito que mi espíritu navegue por un océano de emociones encontradas mientras mi cuerpo descansa sobre la cama, alimentando su existencia con la melodía romántica que emana de un saxofón. Y es en este momento donde hallo consuelo y sentido a mis circunstancias. Lo hallo en la aceptación – no en la resistencia. Y comprendo ahora que la oposición al cambio no es siempre la opción óptima, ni la acertada. Acepto que a veces uno lucha por un sueño para satisfacer el deseo del ego y ¡cuál es nuestra sorpresa cuando un día amanecemos acurrucados en la cama, con un sueño frustrado en una mano y sosteniendo en la otra nuestro ‘yo’ lastimado! Admito que siempre evité echar la vista al pasado para no afrontar aquello que me causó un terrible dolor. Elegí colocar una pesada losa sobre mis sentimientos y experiencias ‘fracasadas’ tratando así de ocultarlas, de no reconocérmelas ni a mí, ni a los demás. Pensé – erróneamente – que al sepultarlas cesarían de existir. Pero los intentos por evadirlas fueron aún más frustrados que los sueños que no logré, porque la verdad siempre encuentra el camino para manifestarse y evidenciar la realidad. Y en el momento menos oportuno esa verdad que tanto detestaba brotaba con fuerza recordándome quién soy. Me enfrascaba entonces en un diálogo interior con ese crítico feroz que habita en nuestra psique y cuyo objetivo es desmoralizarnos, humillarnos, despojarnos de nuestra dignidad y alejarnos de cualquier decisión que pueda conducir a la felicidad.
Admito que soy extremadamente exigente conmigo misma y con los demás, y también que en ocasiones he actuado con el único fin de contentar a los demás, o para enaltecer la imagen que proyecto de cara al exterior, aunque dichas acciones me hicieran sentir miserable por dentro. No hay mayor fracaso que el de no crear la vida que uno anhela, porque sólo en uno reside la capacidad de hacerlo. Es un acto voluntario, una elección que emana desde el interior de cada individuo la que nos lleva a desprendernos del lastre que se antepone a la felicidad personal. Solo yo puedo crear la vida que quiero. Y solo yo puedo hacerme dueño de ella.
Los últimos rayos de sol comienzan a ocultarse detrás de las montañas que se otean desde mi apartamento cuando recuerdo las palabras de un ex futbolista y amigo de mi adolescencia con quien retomé el contacto hace unas semanas.
“Entre tanto, sin haber llegado a lo máximo que todo jugador hubiera deseado, viví momentos buenos que me enorgullecen y aún recuerdo con agrado”, me comentaba Sena al reflexionar sobre su ya terminada carrera como futbolista profesional.
Quizá uno nunca supera las decepciones, pero debe aprender a convivir con esos contratiempos, esos golpes que se reciben y esos sueños por los que uno apuesta pero que no siempre se materializan. Y esas palabras tan sencillas de este ex jugador que un día defendió los colores de la selección de Guinea Ecuatorial capturan la esencia de lo que supone la ‘aceptación’. Una meta que no se cristalizó pero que dejó experiencias y vivencias que justifican la travesía hacia ese sueño.
Mi situación actual no me agrada, pero es una realidad que yo he construido. Y la acepto también desde la certeza plena que me supone saber que mis circunstancias cambiarán. Todo lo hace. Nada es imperecedero. Ya lo dice con su canto la gran Mercedes Sosa: “Todo cambia”.
Acepto mi presente porque es lo que yo he elegido vivir – algo que no supone resignarme ni dejar de trabajar con tesón por lo que anhelo. Pero ahora sé que sólo debo elegir y perseguir sueños cuya travesía me reporte experiencias inolvidables y momentos de felicidad que impregnan la vida de color y armonía.

Aitana Vargas
En los últimos días he contemplado una cascada de recuerdos y emociones de mi pasado ascender sobre las verdes montañas angelinas. Y con el resplandor de la mañana he ido soltando las riendas de un pasado que sólo existe en recuerdos y al que me aferré para escapar de mi presente. Con cada latido de mi alma he liberado pensamientos, personas y deseos a los que permanecía atada porque temía que al soltar esos vínculos me toparía cuerpo a cuerpo con ese ‘yo’ que siempre mantuve entre las sombras. Ahora, ese ‘yo’ que encarna mis decepciones y miedos permanece sentado a mi vera en el balcón de mi casa mientras el viento menea ligeramente mi cabello, recordándome que nunca me abandonará y que será el único compañero que tendré hasta que dé mi último aliento en esta vida.
Es doloroso presenciar la partida física y espiritual de esas personas a quien quise y a cuyo recuerdo me aferré, a las que acaricié con ternura, a las que amé, pero a las que sé que nunca más volveré a mirar a los ojos al amanecer. Me duele también rememorar a quienes amé en silencio, a quienes nunca les expresé mis sentimientos por miedo al rechazo, por no descubrir ante ellas mi vulnerabilidad y mis debilidades. Todas tuvieron un lugar que jamás podrá ser ocupado por otra, pero tampoco podrán recuperar el que tuvieron en el pasado. Y si en su día me dolió verlas partir, ahora me duele liberar su recuerdo y observar cómo éste se funde con las nubes blancas que cubren el cielo azulado. Echo la mirada hacia la baldosa rosa de mi balcón mientras me despido uno a uno de esos seres y sueños que ya no ocupan un espacio físico en mi presente y cuyo espíritu aún moraba en mis pensamientos alimentando una esperanza ilusa. No se puede vivir del recuerdo. Ahora lo sé, y lo acepto.
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Mi estimado amigo Miguel: recuerda que cada uno de nosotros somos artífices de nuestras propias acciones, y que heredamos las consecuencias que se derivan de éstas.