Teotihuacán: Gritos del ayer y del mañana
Por Aitana Vargas
26 de mayo de 2013
“The greatest enemy of knowledge is not ignorance. It is the illusion of knowledge.” – Stephen Hawking
(Teotihuacán, México). Recuerdo aún el día que me prometiste llevarme de la mano a las ruinas de Teotihuacán. Unas palabras rociadas de amor incandescente. Pero ambos sabíamos que no se cumplirían. ¡Qué fácil resulta camuflar las intenciones! ¡Qué fácil es dejarse llevar por el calor y la pasión irracional aunque la llama se consuma en un parpadeo! Nuestro amor se esfumó – si es que en algún momento existió. Creo que todo fue un espejismo, como los que aparecen de la nada en medio del calor del desierto.
Dicen los vientos de Oriente que ahora vives en el reino persa, rodeado de mujeres con el rostro oculto bajo oscuros burkas y a las órdenes de los ayatolás. ¿Quién sabe? Tal vez un día volvamos a coincidir para que compartas conmigo tus aventuras sobre territorio iraní. ¡Ojalá que, si ese día llega, tu espíritu desprenda esa felicidad que con tanto anhelo buscabas! Esa búsqueda utópica que nos separó. Esa separación que ni tú ni yo podíamos negarnos pero con valentía tú impusiste sobre mi espíritu bravucón.
Tocayo, en estas tierras de antepasados indígenas no veo tu rostro ascender sobre la cima de las pirámides. Rompiste tu promesa. El sol y la luna me escudan en este viaje. Su grandeza es mi mejor aliado. También mi delirio. En el calor y en la sombra son los astros quienes me recuerdan que, desde hace un año, cargo con un nuevo compañero: un fantasma cristalino cuyo peso se acrecenta con el tiempo, sin volverse más liviano ni lejano, pero cuyos contornos verdosos siguen iluminando mi camino. No es su cuerpo físico el que convive conmigo, sino un recuerdo que mi espíritu atrapó y aún no quiere liberar. Me aferro a una felicidad que no me pertenece. Y sólo lo hago porque me aterra perder lo que ya he perdido: Y aunque lo sé, temo dar ese paso final y desligarme de él para siempre. La madurez ha reforzado mis miedos. Mis temores pesan más que la valentía que poseía cuando inicié este viaje. Pero mi alma pura se impondrá en esta batalla. Sé que en Teotihuacán se encuentran respuestas al malestar de mi espíritu. Tú también lo sabías.
Desde la pirámide del sol, he adquirido certeza infinita de que he llegado al final de mi camino. Mis pisadas prudentes sobre estas tierras mexicanas me advierten que mis días en mi destierro angelino, angustioso y eterno, están rozando la inmensidad del fondo marino. Sé que a mi regreso a Los Ángeles, las olas enfurecidas me arrastrarán a otro lugar y que el viento cálido me empujará hacia un nuevo destino. No ha sido una travesía fácil. Siempre elegí el sendero equivocado. Confié en quien nunca debí confiar. Me dejé amar por aquél a quien nunca amé. Y ahora late en mi corazón el aullido de un espíritu que sabe reconocer cuándo es hora de partir. Sobre las afiladas rocas del acantilado contemplo, escucho, reconozco ese llamado. Cada día más intenso. Cada día más imposible de acallar. El final es inminente. Me lo recuerdan las piedras del camino, el vuelo de las gaviotas sobre el océano y la brisa del atardecer. No hay nostalgia en mis palabras. Tampoco hay duda. Hace tiempo que mis pies desnudos no hacen contacto con la superficie arenosa de la costa californiana. Se elevan con sutileza sobre la cresta de las olas, listas para desligarse eternamente de estas tierras del oeste donde nunca encontré mi lugar. Listos mis pies, mi espíritu y mi corazón para emprender el viaje de retorno al lugar donde serán bienvenidos.
Pero hoy, desde esta planicie de tranquilidad en un México precolombino, escucho el susurro de mis oscuros antepasados. Hallo en mi interior pensamientos y emociones que me transportan en cuerpo y alma a una época lejana – tiempos de antaño donde la sencillez se anteponía al trajín constante de la civilización moderna, en la actualidad despreocupada de su esencia y carente de conciencia existencial. ¡Qué mundo más absurdo hemos fabricado!
Camino entre los monumentales pilares de un pueblo antiguo cuyos vestigios y ruinas me confían en secreto el destino apocalíptico que le depara a una humanidad carente de vínculos con su propia naturaleza. Creo que tardé demasiado tiempo en hacer este viaje. Con mi conciencia a la deriva, contemplo desde el pasado el presente que se alza ante mí: es una trágica advertencia del futuro que está aún por llegar. Y observo con decepción y desagrado la destrucción humana de la que somos partícipes. En las canteras del egoísmo y la banalidad humana se recogieron esas piedras con las que Occidente elevó los pilares de una sociedad absurda, obcecada en sí misma, y abstraída por completo de su existencia. Todos, al unísono, somos responsables de esta desdicha con la que cargarán los futuros habitantes de este planeta, con la que hoy, tú y yo, cargamos en nuestro quehacer diario. Con el sol siempre como guardián impaciente, a la espera de devorarnos si nuestra civilización no se auto-aniquila primero.
La esencia humana permanece aún codificada en las civilizaciones antiguas. Su canto emana de las pirámides de Teotihuacán – donde yo estoy – y del pueblo persa – donde tú estás. Ellos fueron testigos de una sabiduría ancestral que hoy es ignorada, minimizada y silenciada por los imperios occidentales, pero que esconde a la vez la clave a una vida más placentera. Es el camino que todos deberíamos elegir. Y, en su lugar, nos refugiamos en construcciones sociales y creencias obsoletas impresas en los nuevos textos sagrados, esos compuestos por planillas de Excel que resumen las cuentas millonarias de los gigantes corporativos, y que, en el s. XXI, impiden el progreso del espíritu humano. No alcanzamos la plenitud porque vivimos atrapados en la fachada de nuestro cuerpo, absorbidos por nuestros egos insatisfechos y deseosos de una fama efímera que reporta beneficios en forma monetaria. Descuidamos el interior, y exaltamos la importancia de lo material. Vivimos tan alejados de nuestra esencia que ni el mayor de los océanos, ni el majestuoso manto estelar, es capaz de reflejarla para recordarnos su existencia.
Me queda la esperanza de saber que tú, tocayo, hayas encontrado esa felicidad que un día, con letras doradas, pronunciabas para mí. Dime que en la lejana Persia has encontrado nuestra esencia.
Asisto al debacle del hoy y del mañana desde los difusos contornos del pasado. Pero admito que cada día me resulta más difícil reconocer las sombras y los rostros humanos sepultados por el paso de los siglos. El eco, el canto armónico de los ancestros, habita aún en estas hermosas tierras mexicanas. Lo sé porque hoy soy yo quien recorre los surcos del pasado. Y en este laberinto de culturas entremezcladas a las que ni tú ni yo pertenecemos en cuerpo físico, el espíritu ancestral sigue presente.
Sobre la Calzada de los Muertos retumban con fuerza los corazones de los hombres que un día caminaron por estas planicies, que ascendieron fatigados por los bloques de unas pirámides que esconden secretos aún no revelados por los historiadores y antropólogos. Ellos sabían verdades que nosotros desconocemos. No es verdad todo lo que nos cuentan los libros de historia. No es verdad todo lo que el viento susurra. Tampoco es verdad cada pensamiento que articulan mis palabras.