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El despertar de mi identidad


Aitana Vargas

Por Aitana Vargas

8 de junio de 2012

“El arte es un don que repara el alma de los fracasos y sin sabores. Nos alienta a cumplir la utopía a la que fuimos destinados”. – Ernesto Sabato, La Resistencia

Fueron seis horas de travesía hacia mi presente, surcando los cielos azulados que se oteaban desde la ventanilla del avión y clavando la vista en esos cúmulos de nubes blancas que se desdibujan en el horizonte celeste, que me inspiran calma, e infunden aliento, pero que de pronto, con la oscuridad del anochecer desaparecen lentamente dando paso a una realidad tenebrosa de la que no deseo formar parte.

Me apeé en mi destino en plena noche. Descendí en cuerpo y alma a esa abismal realidad que atormenta mi espíritu, que cada poro de mi piel rechaza, cuya existencia deseo negar, pero que se alza ante mí cada segundo del día para recordarme su incómoda presencia.

Mis pies reconocieron al instante la tierra que pisaban: Los Ángeles. En mi interior retumbaba incesantemente un pensamiento ¿cuánto tiempo se pueden ignorar y acallar los desgarradores gritos de un espíritu herido y desubicado?

Tardé casi dos años – tras un fugaz viaje de ida y vuelta a la majestuosa Nueva York – en destapar esa caja ennegrecida que resguardaba recuerdos marchitos por el correr de los meses, amistades ilusas, falsedades laborales, historias de traición y atroces mentiras, desencuentros culturales y decepciones amorosas que plantaron la semilla del cinismo y de la desconfianza bajo la delicada superficie de mi piel. Fueron meses cociéndome lentamente en la hoguera del infierno angelino, meses evaporándome y clamando al cielo un oasis donde aliviar mi sed. Pero ese canto desesperado no obtuvo respuesta alguna.


Aitana Vargas en el Museo de Arte Moderno de Los Ángeles

Nunca hubo un aterrizaje sutil ni esperanzador en esta ciudad de contornos difusos y alma efímera. Nunca hubo un amanecer en el que el sol saliera por el este, ni una noche en la que el astro rey se ocultara por el oeste. Fue un ocaso permanente, un eclipse en mi existencia, una experiencia que limpiaría con el agua más pura – ese agua cristalina que nace en los manantiales de las montañas y que desciende con fuerza por las laderas, arrastrando arenilla y peces a su paso, a la vez que inunda e impregna de vida los valles y campos de cultivo.

Esta ciudad es la evocación más cercana a esa odiosa relación de amor que empieza mal y que, queramos o no, está abocada a fracasar de la misma manera que comenzó. Esa relación tóxica cuyos límites uno puede prolongar, estirar y forzar, consciente a cada paso de que un día acabará, y que lo hará con tu alma destrozada y tu cuerpo solo más envejecido.

Me atreví, aún así, a retarte. Me atreví a mirarte a los ojos, a sostenerte esa mirada superficial que intentas ocultar echando la vista al suelo. Descendí a tus turbulentas entrañas y observé con pesar y desagrado que no eres más que un reflejo artificial y prefabricado de una sociedad diabólicamente enfermiza que busca la gloria, la fama y la riqueza en el culto a la imagen, al sexo, y a lo banal. Nunca te admiré. Nunca te entendí. Nunca te hice una reverencia. Y creo que nunca lo haré.

Pero si tú jamás me concediste la oportunidad de acoplarme a tus rarezas de diva y glamour ficticio, yo en cambio, sí te busqué. Indagué en las revueltas olas del mar, en el ardiente sol del verano angelino, en la brisa nocturna que menea las copas de los árboles, en el melódico trinar de los pájaros que alegran la mañana, en la mirada perdida del vagabundo que se acerca en Sunset Boulevard pidiendo una limosna que todos le niegan, en el saludo amable del desconocido que me encuentro en plena calle, en la soledad de mi dormitorio, en mi desbordado sentimiento de desamparo e incomprendido infortunio – hasta en mi propia desdicha busqué tu compasión.

Y en mi angustia, en mi frustración, en mis esperanzas, en mi llanto desconsolado, en mis sentimientos frente a esta tortura, finalmente presencié cómo mi alma etérea y mi figura se iban desvaneciendo ante una realidad que desbordaba mi malherido espíritu con lágrimas incontrolables – esas lágrimas saladas que lentamente se deslizan por mi apesadumbrado rostro y que simbolizan el desprecio más profundo hacia todo lo que me rodea: hacia ti.

Y cuando, cansada de buscar y lamentar caí abatida y poseída por una desesperanza sobrecogedora, emprendí entonces la búsqueda interior que me permitiera encontrar manifestaciones exteriores de ‘algo’ que me resultara familiar. Carente de vínculos y conexiones que me amarraran al presente, eché la vista hacia la única referencia temporal que poseía: el pasado. Y fue ahí donde hilé mis sentimientos con unas raíces que durante años habían permanecido latentes e incluso parcialmente extinguidas.

Del fondo de mi alma emanaban lágrimas de emoción al sentir el latido de mis antepasados, al sentir su presencia en estas tierras californianas donde siglos atrás habían caminado españoles como yo, esos oscuros españoles que desgarraron el alma de los nativos y que desataron una amargura y un rencor que perduran en el tiempo y se propagan con cada ráfaga de viento. Ahora, en esta tierra extraña que siento tan cercana y a la vez tan lejana, esa gaviota que sobrevuela el océano me transporta en cuerpo y alma a la cálida costa del Mediterráneo donde décadas atrás mis delicadas manos construían castillos de arena en compañía de mi hermano. Me embriagué con recuerdos de una infancia que en algún momento de esta travesía habían perdido su razón de ser y que ahora volvían a latir con pasión en mi espíritu. Retorné al lugar donde crecí. Rememoré y liberé un pasado sepultado bajo estratos de sentimientos y años de ardua resistencia que habían endurecido y solidificado mi espíritu.

Con mi cuerpo físico en esta tierra hostil y mis pensamientos navegando en un infinito mar de emociones cruzadas, asistí al debacle de mi alma desamparada y solitaria. Una crisis del espíritu y del estrato carnal que converge a miles de kilómetros de distancia, en ese lugar remoto y amado donde se halla mi patria, ese lugar al que mis pensamientos emigran para aliviar el profundo dolor emocional que suplica día y noche paz y sosiego. Y allí, en los áridos campos de olivos que se abren paso en la meseta ibérica, hallé finalmente un santuario de infinita comprensión que apacigua mi malestar.

Mis pies descalzos han caminado durante interminables meses por el sendero californiano de tenebrosos antepasados y culturas mezcladas. En el desconcierto de mi conciencia, con mi cuerpo a la intemperie, desnudo y desprotegido, he contemplado un pasado añorado cuyos contornos desaparecen ante un futuro que con cada pisada se torna más incierto. Pero en los confines de mi patria amada encuentro de nuevo la fuerza para dirigir mis pisadas hacia ese futuro que, por desdibujado que sea, me espera en cada piedra del camino, en cada árbol en flor y en las gaviotas que extienden elegantemente sus alas y sobrevuelan al atardecer el mar angelino.

Llevo semanas buscando la manifestación carnal de mis raíces españolas sobre el telón de fondo del amanecer. Busco ese rostro familiar cuando el sol inicia su ascenso sobre la costa californiana. Lo busco también en su descenso al abismo cósmico. Y al caer la noche dirijo cálidamente la mirada hacia el este. Agazapada entre las sombras vislumbro el brillo de unos ojos color esmeralda que prenden la luz de mi alma. Sobre los interminables rascacielos que se elevan en la Gran Manzana se perfila esa silueta familiar, ese rostro de contornos delicados y esas manos sutiles que con ternura dibujan, moldean, esculpen destellos luminosos sobre el firmamento aparente. En ese mosaico contemplo mi rostro, el resurgimiento de mi alma, de mi identidad. Observo embrujada mi contorno tatuado en el cielo e iluminado tenuemente por el latido rítmico, calmado, de mi corazón. Es en ese reencuentro entre lo esencialmente humano y lo universal donde hallo paz a mi desgracia, el aliento de aire fresco que contagia mi espíritu y que lo inunda de una esperanza cristalina y de intensos matices verdosos. Gracias a ti, luz cristalina, por haber aparecido.


Aitana Vargas en NYC

No sabía quién era ni qué sabía hasta que llegué a Los Ángeles. Ahora sé quién soy y qué sé.

No me agrada que me juzguen por ser española. Nunca supe que lo era hasta que aterricé en esta tierra. Pero acepto el rechazo que mi nacionalidad genera en gran parte de la comunidad latina como el síntoma de un pueblo que aún debe madurar, que lidia con sus fantasmas y que no ha logrado reconciliar su espíritu actual con sus oscuros antepasados.

No hablo desde la arrogancia, ni desde la superioridad que me confieres al asumir que poseo alma de ‘conquistador’ y tú de ‘conquistado.’ Te miro de igual a igual. Y en este diálogo inexistente, donde tú ya has elegido una postura encontrada, no hay posibilidad de entendimiento – por ahora. No me diste la oportunidad de descubrir mis valores, pensamientos y creencias ante ti. No te guardo rencor. Aquí estaré cuando estés preparado para encararme.

Ese acento español que te incomoda, ese ‘ceceo’ que imitas con poco atino, esa ‘dureza’ ibérica que criticas, ese gesto ‘brusco’ que malinterpretas y esa palabra que más que ‘hablada’ parece ‘ladrada’ es mi herencia más preciada, es la expresión más pura de mi esencia, es el cimiento sobre el que un día se elevaron los pilares de mi pueblo. Y ese pueblo lo encarno yo, con mi carcasa física y con mi espíritu europeo. Y con ello no pretendo dominar a nadie, sólo existir.

Prefiero mi soledad y la intemperie a caminar junto a quien no sabe pronunciar mi nombre. Niégate tu pasado si así lo deseas. Pero no niegues el mío. No me niegues mi presente. Ni tampoco mi futuro. Siente rencor hacia tus antepasados y niégate así parte de tu existencia. Tú – y no yo – tendrás que vivir con esa terrible carga, de aquí ad infinítum.

Quizá nunca debiera haber ignorado este latido, esa intuición primordial que emanaba de mis poros y que me advirtió que no estaba equipada con la maquinaria necesaria para adaptarme a la realidad angelina. Quizá ése fue el error que cometí. Pero tan errado fue creer que en mí residía la capacidad y voluntad para amoldarme a una ciudad efímera y enfermiza, como errado es que un pueblo en pleno redescubrimiento de sí mismo no reciba con humildad a sus visitantes.

Los Ángeles: No te voy a extrañar. Y creo que tú a mí, tampoco.

*****

Hay espíritus que nos inspiran. El mío lo hallé una primavera húmeda en Nueva York y se llamaba David