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El infierno en un manojo de palabras

Por Aitana Vargas

3 de julio de 2012

“The greatest enemy of knowledge is not ignorance. It is the illusion of knowledge.” – Stephen Hawking

El revisor del metro me avisó de que habíamos llegado a la última parada del recorrido. Recostada en el asiento y con mi mente navegando a la deriva en un océano de preocupaciones sin resolver, eché la vista a mi alrededor. No quedaba ni un pasajero a bordo. Me había vuelto a quedar sola.

Bajé del vagón y seguí con obediencia religiosa las señalizaciones que conducían a la ‘salida’. Eran poco más de las doce de la noche cuando por fin mis pies dejaron atrás los pasillos del subterráneo y aterrizaron en el exterior. La lluvia me recibió sin paraguas en mano. Las calles estaban vacías y el único sonido que alcanzaba a escuchar era el de las densas gotas de agua al golpear el suelo empapado.

Inicié mi caminata hacia la parada del autobús más cercana, rodeando como podía los grandes charcos de agua que interrumpían el paso de la avenida principal y que me separaban de mi destino. Desde el otro lado de la calle y erguida junto a la parada se apreciaba la encorvada silueta de un señor de unos setenta años de edad ataviado en una gabardina negra. Me observaba con obsesiva atención mientras yo saltaba uno a uno los charcos y trataba torpemente de surcar la calle. Fueron apenas unos minutos los que tardé en llegar a la parada. Fueron solo unos minutos los que tardé en descubrir que al otro lado de la calle me aguardaba la encarnación de mi tumultuoso pasado. Y yo, sin saberlo.

No hubo diálogo. Tampoco voluntad, ni intención de que lo hubiera al encontrarme a escasos centímetros de su perturbada alma. Solo miradas incómodas y gestos de desprecio.

Bajo la tenue luz de la única farola que alumbraba la acera, mis ojos ardientes comenzaron a recorrer las marcadas arrugas que el insolente paso del tiempo había cincelado sobre su envejecido rostro – unos profundos surcos que distorsionaban el contorno de sus ojos azules abriéndose paso bruscamente por su blanquecina piel, y sobre los que este reconcomido anciano había cimentado una leyenda endiablada de la que él mismo renegaba.

Y allí, en medio de la tempestad y con nuestras almas semidesnudas frente a frente, una vez más mi presencia volvió a recordarle la amarga verdad que él encarna y que tanto odia – una verdad por la que también me odia a mí.

El reencuentro espiritual me trasladó a una época pasada de largos y tortuosos meses en los que a diario estaba obligaba a incursionar en la psique enfermiza de esta criatura desterrada del mismo infierno. Si con sus rasgos humanos captaba y succionaba vilmente la bondad y la candidez de la gente, este ser despiadado y amargado solía echar mano de sus poderes demoníacos para encadenar a sus víctimas a los tenebrosos pasadizos de un templo de terror sostenido sobre interminables columnas de fantasías macabras y pensamientos retorcidos.

Abstraído y consumido por su propia locura, este demonio de mirada cristalina y cabello pegajoso siempre creyó que existía un complot de ‘los demás’ contra él. Y quizá hubiera algo de verdad en sus palabras pues ninguno de nosotros deseaba ser partícipe de su incontrolable trastorno patológico. Pero seguro que, incluso en su más absoluto delirio y aturdimiento, este ser de las entrañas de la tierra tendría un momento de lucidez donde tomara conciencia de que, en su descenso al mundo de los mortales no había aterrizado en ese ficticio olimpo de deidades donde él creía que vivía, sino en el más oscuro y tormentoso de los abismos – un vergonzoso destino para alguien cuyas acciones lo habían catapultado hasta lo más alto de la tiranía de la tortura.

Admito que en ocasiones hasta yo me sorprendía tratando de justificar sus actos de locura. “Pobre Lucifer”, pensaba yo. “Vive mortificado en un reino de infinito terror. ¡Qué vida más jodida!”

En mi sobrecogedor sentimiento de pena, en mi más profunda lástima por esta criatura, trataba a veces de buscar en sus ojos color cielo ese candor, esa calidez que emana de todo ser humano. En ocasiones le contemplaba de reojo sentada desde mi silla mientras él mantenía un sórdido diálogo en voz alta con sus abominables fantasmas. A veces, ya cansado y abatido de esas cruentas e interminables batallas que libraba con sus horrendos fantasmas, el agotado príncipe de las tinieblas trataba de escapar de sus pesadillas diurnas sumergiéndose en el mundo de los sueños. Durante horas se recostaba sobre la silla de su escritorio ignorando que ese traje negro con el que intentaba esconder su angustiada alma, dejaba al descubierto unas manos artríticas machacadas por el paso de los años y una vida de excesos. En su rostro dormido se observaban las evidencias de una vejez mal asimilada. Su boca arrugada dejaba entrever una apertura corrupta por la que se escapaban ronquidos de dolor y el aliento angustiado de un espíritu desquiciado incapaz de amarse a sí mismo.

“¡Qué desperdicio de vida, Satanás!”, pensaba yo mientras contemplaba su raquítico esqueleto.

Pero ese sentimiento de lástima que por momentos me acongojaba duraba lo que el maligno tardaba en despertar y ascender de nuevo al cenit de su tenebroso templo de terror, desde donde descargaba su profundo malestar espiritual y existencial contra los mortales. Arraigado en su corazón tenebroso yacía un infinito manantial de furia y agresividad verbal que desataba una atronadora cascada de lágrimas saladas entre sus súbditos. Con cada unos de sus despiadados aullidos estallaban ríos de inagotable dolor y sufrimiento entre nosotros – el séquito de desvalidos plebeyos. Atrapados entre las paredes, los pasadizos y las mazmorras de esta prisión del horror, nuestras lágrimas se convertían en la única manera de liberar esta injusta locura, este sinsentido y el brutal abuso dialéctico que nos usurpaba de nuestra dignidad humana. Y con cada lágrima que se deslizaba por la piel de nuestros rostros resquebrajados, se iba agudizando su locura desquiciada.

Sin quererlo, y sin ni siquiera entenderlo, el maestro de la tortura nos había convertido en sus mártires, en víctimas de un terror en cuyos confines nadie alcanzaba a vislumbrar el menor atisbo de luz – ese anhelado destello de luz que tanto necesitábamos y que hubiera servido para guiar nuestros pasos hacia el otro lado de esta infernal hoguera cuyas llamas ardían, prendían con pasión bajo la esquizofrénica e inquebrantable mirada de Asmodeo.

En plena decadencia de su existencia esta criatura era capaz de atroces abusos, peores incluso que los que había perpetrado en el apogeo de su vida – quizá debido a que en la recta final de su andadura cósmica le resultaba imposible tolerar y aceptar su propia existencia. No sólo aborrecía cualquier encarnación de vida, también se odiaba a él. Y ni el polvo estelar se escapaba al ocaso de su despotismo endemoniado. Solía caminar sigilosamente ensombreciendo con sus pisadas los hermosos viñedos que se extienden por las tierras del Pacífico – lugar donde había decidido alzar su palacete temporal a la espera de su encuentro con los servidores de la muerte. Y desde estos campos divinos que se extienden por las tierras del norte hizo escuela venerando a la muerte, rindiendo tributo y enalteciendo la desgracia y el sufrimiento ajeno, alabando y engrandeciendo con su retórica inflamada los actos deshonrosos de esas manos corruptas y crueles que sobre el tapiz de la humanidad derraman sangre inocente.

Con el paso de los meses, y ya agotada y cansada de arrastrar mi cuerpo encadenado por las entrañas del laberinto de terror, comencé a invocar técnicas para escapar y abstraerme de sus paredes – aunque solo fuera momentáneamente y solo me ausentara en espíritu. En esos insoportables momentos de explosión dialéctica donde mi capacidad emocional se veía superada por los desgarradores gritos del maltratador, me agarraba a una esferita de plata que colgaba de mi cuello, y dejaba que mi mente viajara a otro universo lejano y remoto donde sus palabras no perturbaran mi alma. Sus violentos insultos, ofensas y comentarios despectivos hacia mi persona retumbaban entre las paredes del templo propagándose rápidamente por el aire que inspiraban los súbditos, contagiándose entre ellos y haciéndoles igualmente partícipes del ritual del mal. Sentada, inmutable, con la mirada perdida y el alma deambulando por un mundo paralelo, me negaba a escuchar su delirio. Con soportar su presencia carnal ya era suficiente.

Pero a veces hasta él se percataba de que mis pensamientos andaban de travesía en alguna parte abstraída del cosmos. Y me lo recordaba acercándose hacia mi cuerpo, agudizando su mirada y aludiendo a esa sonrisa que se dejaba entrever en mi rostro y que él tan profundamente detestaba.

En ocasiones rectificaba su estrategia, tratando de buscar aprobación y comprensión en mí – algo que jamás logró y que me reprobó hasta la saciedad. Durante mucho tiempo me alcé como esa sombra incómoda que le recordaba – desde la penumbra y desde el más sepulcral de los silencios – aquello de lo que él carecía, desatando en su espíritu malherido desgarradores estallidos de indignación y furia. Por momentos Lucifer era consciente de que había errado al elegir como súbdito a alguien que no secundaba su diálogo enfermizo, que no alimentaba su putrefacto ego, y que tampoco le ayudaba a materializar sus fines narcisistas.

Al caer la noche y desde las ennegrecidas mazmorras de su castillo, esta endiablada criatura no era capaz de evadir la persecución y el acoso al que le sometían sus fantasmas – esos espectros del inframundo que incluso hoy día no cesan de atormentarle, de susurrarle al oído quién es y la terrible mentira que encarna. Le recuerdan que en los tenebrosos pasadizos de su laberinto de tinieblas ha forjado una leyenda diabólica por la que siempre será recordado. Le advierten que ni el mayor acto de arrepentimiento podrá redimirle de sus brutales actos.

Su nombre ensangrentado luce ya junto al de esos personajes de la historia de la humanidad que prefiero no pronunciar para no invocar sus espíritus poseídos por el mal – esas almas perdidas que deambulan por los cementerios y que actúan siguiendo los impulsos primitivos de unos corazones oscuros que se alimentan de la crueldad que infligen en los demás. Esos espíritus que empañan la virtuosidad del ser humano manifestando la maldad que engendran proyectándola malignamente a través de la violencia dialéctica. Y tú, Lucifer, te convertiste en un maestro en este abominable arte.

Recuerdo aquel día que sus envejecidas manos buscaron alivio y comprensión en mi corazón. Con una ternura conmovedora e impropia de él, agarró mis dedos con calidez mientras sus labios pronunciaban palabras que pretendían enmascarar la falsedad e hipocresía que engendraban. Fue el último gesto con el que pretendió conquistar mi confianza – un gesto similar a esos últimos coletazos que da un pez mientras agoniza sobre tierra firme, suplicando desesperado esa ayuda que no llega, esa mano que lo devuelva al anhelado manantial de agua divina para evitar su inminente asfixia.

“Sé que tienes la capacidad de ayudarme a cumplir mis objetivos. Tienes que ayudarme”, suplicaba mientras sus ojos cristalinos me miraban con ternura. “Confío en ti”.

Sostuve la mirada unos segundos mientras un silencio frío impregnó rápidamente la habitación. No hicieron falta las palabras.

“Sí, pero yo en ti, no confío”, pensé.

Sé, Esmodeo, que la soledad te atormenta. Y bien sabes que en tu lecho de muerte, en ese acto final con el que culmina la vida de toda criatura sobre la faz de esta tierra, cuando des ese último suspiro, ese último aliento antes de que tus fantasmas te arrebaten tu cuerpo, nadie lamentará tu marcha. Pero ojalá que en muerte encuentres la paz que en vida jamás tuviste.