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El Top Manta latino

Por Aitana Vargas

16 de febrero de 2014

Hacía más de año y medio que mis pies no recorrían las calles de Van Nuys. Son las 12 del mediodía. El asfalto y la suela de mis zapatos arden bajo el sofocante sol del Valle de San Fernando como lo habían hecho meses atrás. Nada a la vista ha cambiado. Y como si las manillas del reloj hubieran dejado de moverse tiempo atrás, vuelvo a encontrarme con una escena sobre la calle Sylvan que me resulta familiar.

Una quincena de mujeres y hombres latinos han tendido mantas oscuras y plásticos sobre el pavimento, invadiendo varios metros de la calle. Sobre ellos colocan muñecos, peluches de varios tamaños, juguetes, artilugios inservibles, cacharros de cocina, gafas de plástico sin graduación ni protección UVA y otros objetos que despiertan la curiosidad de cualquiera que se acerque. En una valla gris que separa la acera de un aparcamiento público cuelgan ropa de niño y adulto – gran parte de ésta es de segunda e incluso de tercera y cuarta mano. Todo está en venta – todo lo que genere el necesitado cash. En quince minutos ya están instalados los tenderetes y comienza la venta a los transeúntes.

Una señora de cabello corto que se incorpora minutos después extiende una mesa de plástico plegable y, sobre ella, reposa una colección de pendientes, pulseras, collares de plástico y otras baratijas.

“Yo me vine de México hace 35 años”, comenta con recelo.

“Siempre tenemos que tener cuidado con la policía porque ya nos echaron de otro sitio, y nunca sabes por dónde van a aparecer”.

Uno tras otro, los puestos integran un mercadillo improvisado que todos los fines de semana este grupo de inmigrantes indocumentados alza sobre uno de los barrios de Los Ángeles más machacados por la pobreza y el crimen de las pandillas o, como les llaman en el lingo local, “los cholos”.

Con la venta de objetos y ropa del top manta latino, estos ‘sin papeles’ sacan el sustento con el que alimentar a sus familias y darles un techo bajo el que vivir. Esta es la comunidad que reclama a gritos una reforma migratoria, la que sobrevive malamente en la economía sumergida, y la que trabaja con el temor constante de ser detenida y deportada a su país de origen. Hoy aguantan con estoicidad el calor traicionero del Valle, pero desconocen si mañana cualquiera de ellos o de los suyos irá a bordo de un furgón de la migra rumbo a Tijuana.

“¿No quiere comprar nada?”, me pregunta la señora mientras muestra con sus manos plebeyas unos pendientes en forma de pluma.

“No, gracias. Quizá en otra ocasión”, le contesto al ritmo que mis pies retoman su camino.