El despertar de mi identidad II
26 de marzo de 2014
Mis dedos temblorosos se deslizaban por las hojas de “La Sombra del Viento” mientras mis pensamientos se dispersaban por la eternidad. Las manillas del reloj marcaban las 5.20 de la tarde. Mi corazón impaciente dirigió mis pies hacia el mostrador de La Casa del Libro situado en la Plaza de Felipe II de Madrid. Quería pagar y huir de aquel lugar. La vida me amarraba a las anclas del presente y yo me resistía. Tu fuerza contrarrestaba la mía con tesón. Un invierno más; un invierno sin ti.
Mientras mis manos inquietas sellaban aquel pacto, tu espíritu resurgió sobre el horizonte de nubes grises de la ciudad – tu ciudad y la mía: nuestro Madrid querido, nuestro Almendro en flor. Con tu fuerza poderosa, infinita, dirigiste mis pisadas por la capital española como la primavera obliga a la amapola a esparcir los pétalos sobre su tallo en esplendor.
Te quise sepultar y olvidar. Traté de acribillar tu recuerdo contra las sombras que se ocultan bajo el Mediterráneo al atardecer. Traté de encapsular tu esencia en los cúmulos celestes que aparecen sobre el manto estelar al anochecer. Pero el brillo lejano de la estrellas despertó mi inquietud – día tras día, incesantemente, tu mirada cálida y esmeralda tiñó el manto al atardecer. Tu imagen me acompañó día y noche durante dos años.
Llegó la segunda primavera y, en el crepúsculo del anochecer, el eco del espacio-tiempo se partió bruscamente ante mí. Frente a mis ojos atentos y humedecidos, surgió esa mirada cristalina que dos años antes había conquistado mi alma esmeralda sobre el horizonte del Pacífico. Entre las vigas de mi santuario contemplé el renacer de tus ojos palpitantes, tus manos sensibles dibujaron una silueta sobre el contorno de mi corazón. Seguí la sombra de tus dedos hasta los confines de la eternidad. Seguí el rastro de tu mirada en el desconcierto de mi libertad. Mi cuerpo desnudo y vulnerable caminó sobre el susurro de tu voz. Mi conciencia, aturdida y vaga, siguió tu rastro hasta la cornisa este. Me acurruqué y me oculté bajo la solapa del miedo. Fue en ese instante cuando, sobre la gárgola imponente que vigila la calle, contemplé con ternura el canto de tu voz.
Desde hace semanas permanezco sentada sobre el árbol de la esperanza. Mis dedos delgados se estiran fundiéndose con el firmamento. Buscan ese anhelado encuentro con las sombras de tu espíritu. Siento lejanía en tu canto y en tu presencia. Te desvaneces sobre las sombras que se ocultan en la noche tormentosa. Busco tu calidez. Busco tu cercanía. Y solo alcanzo a imaginar tu silueta turbia, disuelta, revuelta y lejana en el horizonte temporal. Te busco, te extraño. Pero mis manos se hunden bajo el fondo marino. El baile de las algas me indica tu camino bajo el encanto celestial. Un mundo invertido de pasiones e intenciones.
Mi única lágrima salada, la única que recorre mi rostro pálido en tu búsqueda, se desliza tranquilamente a la espera eterna de ese encuentro infinito, final, que culmine en nuestro despertar: el mío, el tuyo, el que nos pertenece desde hace dos primaveras.
“Díselo”, clama la voz de Beatriz sobre el fondo cósmico. “Díselo”, repite su eco con fuerza.
Te quiero. Y no te olvido. Creo que nunca lo haré. Te lo digo y te lo canto. Mi voz apagada, solapada, busca tu ser – pero no sé hasta cuándo lo hará.
Ven.