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Crónicas desde La Fortaleza: el amanecer

Por Aitana Vargas

4 de noviembre de 2013

Recuerdo aquel día de otoño…el cantar ensordecedor de los cuervos negros me despertó en la oscuridad de la noche. En el aturdimiento de mi conciencia, logré ponerme en pie y conducir mis pasos hacia el portón que separa mis aposentos del corredor circular que serpentea el ala izquierda de mi Fortaleza.

Mis manos, gélidas y adormecidas, se posaron sobre el cerrojo de la puerta, girando con fuerza la llave maestra que abre todas las salas del castillo.

Asomé la cabeza por el pasillo y una ráfaga de viento rugió agresivamente rompiendo el candelabro que sostenía en mi mano derecha, lanzando restos de cera incandescente sobre la alfombra tupida.

Una sombra negruzca surgió sigilosamente de la esquina del pasillo, enviando un aullido feroz. Me dejé guiar por su canto desesperado hasta llegar al borde de las escaleras que descienden hasta las catacumbas. El aire congelado ardía en mi interior al abrirse paso por mi esófago en su camino imparable hacia los alvéolos pulmonares. Pero ni el dolor tan desgarrador que me provocaba era suficiente para evitar que iniciara mi descenso pausado por la escalera de cascabel que años atrás había marcado el destino trágico de la humanidad. Bajé cada uno de los escalones infinitos que me separaban del lugar donde sólo las tinieblas eran bienvenidas.

Mis dedos sostenían mi cuerpo frágil contra los bloques de piedras que formaban aquel endiablado muro macizo. Las grietas permitían el paso de silbidos afilados que penetraban en mi oídos como una mortal ventisca más propia del invierno siberiano que del clima desértico donde vivía mi destierro humano. Mis piernas endebles y temblorosas trataban de mantener mi cuerpo erguido mientras recorrían aquella travesía interminable y tediosa. Hasta la paciencia se alzaba como una losa pesada de cargar.

Fueron horas de descenso y tormento hasta alcanzar ese último peldaño, ese escalón final reconcomido por el paso de los siglos que brevemente hizo contacto con la planta de mis pies antes de mostrarme el sendero final a mi destino.

Ilustración por Aitana Vargas

Una nube espesa de polvo resurgió de la oscuridad para acompañar mis pasos silenciosos en mi trayecto final del camino. Fue el último de los senderos hacia el lugar donde todavía hoy habitan las ilusiones humanas, ese lugar etéreo y difuso donde brotan los recuerdos que hace millones de años echaron a andar una sociedad que durante siglos ha descansado bajo el peso insostenible de mis pies y de mi sombra. Sólo el crujir intermitente de las hojas secas y fosilizadas me separa de la memoria que yace en los estratos más profundos de la tierra.

Con mi último suspiro, llegó el anhelado final. Una corriente de aire partió en dos el manto celestial, separándolo de las tinieblas. Flanqueada por destellos solares, contemplé el paisaje ardiente que apareció ante mi. El horizonte se tornó nítido y cristalino. Y en la llanura de la desgracia una mano invisible esculpió con arcilla húmeda un árbol carente de hojas. Su presencia sobria me recuerda a ti. Quisiste ser el muro infinito de mi fortaleza. Y ahora bordeo la sombra de tu alma bajo las ramas encrespadas del único árbol que crece en mi reino. No sé si eres un recuerdo efímero y lejano o una realidad fabricada en mi sedienta existencia.

Pero cada amanecer me siento bajo el sol incandescente, a la vera de tu sombra, y espero a que tu silueta me extienda sus manos.